Lo útil de la culpa

lo útil de la culpa
Foto: Pixabay

Por Álvaro Morales

“Echarle la culpa de tus errores a tu naturaleza no cambia la naturaleza de tus errores”.

Thomas Harris.

En nuestra reducida visión del mundo nos gusta creer que la culpa es algo malo y ajeno, que se nos impone como un castigo injusto. Nos sirve para la continua ficción en la que siempre somos víctimas, incluso de nosotros mismos. Me permito una salvedad: la culpa es mejor sentirla. La ausencia completa de culpa es una expresión casi literaria, que en realidad nos habla de las peores facetas de ese bicho que se autodenomina humano.

Van Gogh se cortó parte de una oreja por culpa. Preso de «la locura» atacó a su amigo Gauguin, y al razonar más tarde, se auto-mutiló con la misma navaja con la que había atacado a su amigo. Dicen que Nerón se suicidó por la culpa sentida al incendiar Roma. Judas Iscariote se colgó de una higuera cuando reevaluó las 30 monedas como un precio bajo para su traición. Y podemos seguir apelando a casos ejemplares. La culpa muchas veces parece una fea enemiga.

En nuestra cultura la culpa siempre parece negativa. Deseamos poder dejar de sentirla, que alguien fabrique una pastilla que haga desaparecer sus consecuencias. Muchas veces no nos basta con que lo que la originó se corrija; hacer desaparecer la culpa no es algo tan sencillo. Incluso en ocasiones las personas dudan al intentar identificar las causas de sus sentimientos de culpa. A veces no sabemos qué produce ese agobiante sentir. También se puede llegar al colmo: sentir culpa de sentirse culpable. En estos tiempos de farmacología barata, no demorarán mucho en crear la pastilla contra la culpa. ¿O no? ¿Puede ser que aún no la hayan fabricado porque eliminar la culpa podría ser contraproducente? ¿O será que los mecanismos de nuestra mente son mucho más intrincados de lo que pensamos, y algo que a primera vista resulta negativo en realidad no lo es en lo más mínimo?Desde esta otra perspectiva, la menos popular, la culpa quizás sea algo positivo, el primer escalón de la escalera que nos lleva a una mejoría.

A veces preferimos ser capitanes de un bote que se hunde que marineros de un barco que funciona como una pieza de relojería. Por eso otras veces, cuando todo anda bien, parece que nos faltara algo. Extrañamos la posibilidad de hundimiento, en secreto nos alegramos cuando llega y muchas veces la propiciamos. ¿Podrá ser que en un mundo que parece roto, nos avergüence cada vez que logramos enderezarnos? Esto puede observarse muy seguido en el ámbito de la psicología clínica. Niños que justifican determinados comportamientos considerados incorrectos por los integrantes de su entorno con otros comportamientos incorrectos a sus ojos pero de los adultos que los tienen a cargo. ¿Por qué nos sorprende tanto que un niño le pegue a otro en la escuela, si ya sabemos que los padres de ese niño lo han criado en un ambiente donde lo único constante es la violencia doméstica? ¿Qué niño puede mostrarse felíz mientras su padre tira piñas al aire y su madre llora en un rincón de la cocina (o a la inversa)? Los niños se adaptan a su entorno en forma perfecta. Muchas veces su tristeza, su desconsuelo, es una forma de complicidad para ponerse en sincronía con sus padres, para no dejarlos solos. Esto también es un producto de la culpa. Culpa de no saber qué hacer.

Freud hace un razonamiento interesante en relación al mal comportamiento de algunos niños, especialmente de aquellos que hacen justo lo que más molesta a los padres. Los padres se llevan mal y discuten mucho. El niño fantasea que estas peleas se deben a algo que él hizo. Cree que antes de que naciera sus padres se llevaban bien. Muchas veces los adultos refuerzan esta idea (con comentarios del estilo de: antes íbamos siempre a la playa, pero después naciste vos, etc.) Razona que si esto fuera así, él debería recibir el castigo correspondiente. Sin embargo el castigo por esa situación no llega. Entonces el niño busca las cosas que más molestan a sus padres y las hace, para recibir el castigo. Esta pena, que está tan dispuesto a cumplir que la propicia, debería de servir como una compensación para las peleas. El niño cree que si él es el culpable de que sus padres peleen, recibiendo el castigo por esta culpa las peleas deberían cesar. Estos niños se comportan mal para que sus padres se comporten bien.

En el modelo psicoanalítico el sentimiento de culpa se entiende como un conflicto interno, un dilema entre los deseos e imperativos del «ello» y los mandatos y reglamentaciones del “superyó”. O sea: entre nuestros deseos primitivos y las reglas sociales dentro de las que nos movemos. La función de la culpa es doble: en el sentido de que actúa como castigo a posibles infracciones a las leyes del superyó pero también como mecanismo de precaución, que antecede la culpa plena y evita los comportamientos.

La culpa es un subproducto de una guerra fratricida entre ciertos deseos y las normas aprendidas para controlarlos, el remanente de un conflicto interno.

“La tensión creada entre el severo superyó y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo” (Freud, 2006, 98). Podríamos pensar entonces que las manifestaciones infantiles de la necesidad de castigo son en realidad un reflejo difuminado de un sentimiento de culpa. ¿Culpa de qué? Freud profundiza en esta idea, y llega a afirmar que algunos niños (que manifiestan en forma constante su desafío a la posibilidad de castigo) pueden sentir culpa de la mala relación entre sus padres. Este sentimiento de culpa es contraproducente, no propicia una autocrítica genuina ni produce nada más que malestar.

Para Freud, hay dos compulsiones humanas, al incesto y al asesinato, que no son propias de un pequeño grupo de personas sino que son comunes a todos los seres humanos. Estas exigencias pulsionales deben ser procesadas por la cultura para encausarlas en algo socialmente más productivo. La clave de este proceso radica en la efectividad de la represión y en la culpa, uno de sus efectos más poderosos. De esta forma, para Freud la culpa garantiza la reproducción social. Digamos que oficia donde la represión no alcanzó.

Dos clases de culpa

1- La culpa relativamente útil. La culpa que sentimos al convencernos de que pudimos hacer algo mejor, o que hubieran sido preferibles las consecuencias de hacerlo de otra forma, que no hicimos algo útil, que dejamos de hacer lo más relevante. Es la culpa que actúa uniendo pasado, presente y futuro, y sólo es negativa cuando monopoliza la atención y anula la acción concreta. En todo otro caso, si propicia mejoría o cambio, es útil. Porque reflexionar sobre nuestros actos para mejorarlos, o para adaptar las consecuencias a algo que quepa dentro de nuestra zona de confort, es un movimiento autocrítico; y es la base para un buen equilibrio psicológico.

2- La culpa inútil y contraproducente. La culpa que sentimos por las consecuencias de determinados sucesos, sobre los cuales nuestro campo de acción es irrelevante o nulo. En otras palabras: la culpa que se siente sobre cosas que no controlamos. Esta culpa no es una herramienta útil para cambiar nada, y muchas veces ocupa el lugar de otras culpas que son más difíciles de afrontar. Así, una mujer se siente terriblemente culpable por todos los niños que han muerto en el último huracán caribeño. Nada hubiera podido hacer para evitar eso, pero igual fantasea. Esta culpa con seguridad no responde a principios racionales, sino que es una derivación de otra culpa, en este caso con respecto a los niños, que no puede afrontar y que implica cambios demasiado osados y liberales. Esta forma de culpa se aplica al ejemplo del niño que se comporta mal para que sus padres dejen de pelear. El sentimiento de culpa no responde en ningún sentido a la realidad, sino a una fantasía en donde el niño difícilmente pudiera hacer algo para cambiar las circunstancias.

“Saber sentirse culpable en determinadas ocasiones constituye un signo de indiscutible madurez…” (Domínguez, 1992, p.147). La culpa es útil cuando nos recuerda nuestra responsabilidad, cuando refleja una disposición a hacernos cargo de nuestra parte en el devenir de los acontecimientos, del porcentaje que depende de nosotros de lo que ocurre alrededor nuestro; más allá de esa otra parte de la que otros deberían hacerse a su vez cargo, pero de la que no debemos responsabilizarnos.

Así, el sentimiento de culpa puede ser algo útil. Sobre todo cuando se encuentra mucho más cercano a una forma de auto-regular los impulsos irracionales propios de nuestra naturaleza animal que a un árbitro severo y controlador de nuestra vida. Gracias a la culpa entendemos cuando nos equivocamos.

Cuando estamos alegres, cuando todo va bien, rara vez nos sentamos a reflexionar, a repasar las cosas que hicimos mal, a plantearnos qué pudimos haber hecho de otra forma. Para estos momentos de reflexión está reservada la tristeza. Sólo cuando estamos «tristes» nos tomamos el tiempo para reflexionar, para analizar las formas en las que actuamos. Así, desde este enfoque, la tristeza (y la depresión como su máximo exponente), ya no puede ser vista como algo negativo, como un elemento a alejar de nuestras vidas. La tristeza refleja un momento particular por el que pasamos, momento en el que se requiere auto-crítica y cambios. Estamos tristes cuando hay algo que queremos cambiar, y cuando este cambio requiere una acción que depende sólo de nosotros mismos y por lo tanto de tiempo para la reflexión. Preferimos entender la culpa en idéntico sentido. Todos sentimos culpa, por lo que hicimos y por lo que no hicimos. Parece que es imposible escapar al sentimiento de culpa. El corazón delator que perseguía al personaje de Poe nos atormenta cada vez que puede. ¿Pero este es el justo enfoque de las cosas? O es que sentimos culpa cuando nos equivocamos, como si fuera un software, una aplicación dedicada a activarse cada vez que nos desviamos de nuestros propios principios. A través de esta otra forma de entender la culpa, podemos hacer el mismo razonamiento que con la tristeza. La culpa es una función, no está allí para atormentarnos, lo está para recordarnos cuando nos alejamos de aquello que se supone que nos define, cuando somos falsos con nosotros mismos, cuando nos traicionamos.

¿Quiénes no sienten culpa? Los psicópatas, las personas que no saben ni pueden sentir empatía (la capacidad para ponerse en el lugar del otro), y que por lo tanto colocan a las otras personas en el lugar de objetos, que pueden ser utilizados y luego descartados. Sentir culpa es una buena expresión de una buena capacidad de empatía. Sólo pensando en alguien más y en cómo pudimos perjudicarlo podemos sentir culpa. De modo que el sentimiento de culpa habla de los mejores atributos que tenemos los seres humanos, en donde el bienestar de los demás es propio, donde los intereses personales y comunitarios se entremezclan.

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Bibliografía

  • Domínguez, C. (1992). Creer después de Freud. Paulinas: Madrid.
  • Freud, Sigmund. (2006). El malestar en la cultura. Madrid: Alianza editorial.

Álvaro Morales
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