El dilema de la esperanza

El dilema de la esperanza
Foto: Lukas

Por Álvaro Morales

La desgracia de tener esperanza

Para el pensamiento helénico clásico la esperanza era un mal, el último en salir de la caja de Pandora. Los dioses, ofendidos por los continuos signos de rebeldía del hombre, enviaron a una mujer con una caja. Esta mujer no era cualquiera, los dioses le habían dado la totalidad de las cualidades (Pan=todos; Dora=dones). Dentro de la caja estaban todos los males y calamidades que azotarían al ser humano; y al ser abierta desató el inicio de la desgracia histórica del hombre, que vislumbra a sus deidades pero nunca puede alcanzarlas. Esta perspectiva de la esperanza como algo negativo y nocivo poco tiene que ver con las versiones edulcoradas modernas, donde la esperanza es verde (como el dinero) y donde el mensaje se ha transformado para tomar otro significado. «No dejes que te quiten la esperanza. Cuando todo lo demás se haya ido, aún quedará la esperanza». Esta idea, en nuestros tiempos utilizada hasta el hartazgo por las casas de préstamos económicos, (que también se identifican con el color verde o el verde amarillento o el amarillo, pero siempre dentro de esa gama), resulta un tanto ficticia, sólida tan sólo para un criterio ingenuo e infantil. La esperanza ha pasado a ser un bien deseado. «Hay que tener esperanza»; «Esperemos…». Se ha convertido en algo que puede confortarnos cuando la realidad nos castiga. Sin embargo, los antiguos griegos, que por lo menos son los autores del mito o aquellos que elaboraron un registro que llega hasta nosotros, no pensaban así. No consideraban la esperanza como algo benigno, como un comodín para cuando la repartida nos tira cartas feas; todo lo contrario, la agrupaban junto al resto de los males. ¿Por qué?

Según Hesíodo, (Los trabajos y los días) Zeus ordenó a Hefestos fabricar a la primera mujer “digna de amar”. Cada uno de los dioses le dio un talento. Y le dieron también una extraña tinaja (la caja) en la cual colocaron todos los males, todas las desgracias, y todos los sufrimientos que azotarían a la humanidad. Luego fue enviada a Epimeteo, el hermano de Prometeo, el benefactor de los hombres, que había recibido advertencias de este de no aceptar regalos de los dioses. Epimeteo hizo de Pandora su mujer pero mantuvo la caja cerrada siguiendo el consejo de su hermano. Pero la curiosidad de Pandora pudo más, y abrió la caja de la que escaparon los males. Se apresuró a cerrarla pero sólo quedaba dentro la esperanza (Elpis). Esta historia, tan arquetípica que nos recuerda a otras de otras culturas, aborda tantos temas críticos para el ser humano que puede ser interpretada de múltiples formas. Pero para los griegos la esperanza no era un regalo, más bien era otra desgracia, ya que esperar es estar siempre en falta de algo, es carecer, es desear lo que no se tiene, es estar insatisfecho. Se espera por lo que no se tiene, y esto hace consciente la carencia. Como Adán y Eva bajo el árbol, que recién notaron que estaban desnudos después de comer el fruto prohibido, con la esperanza el hombre advierte todo aquello que le hace falta para estar completo.

Schopenhauer (2005) sostenía que el ser humano está conectado con el infinito, con la mecánica universal del cosmos. Pero que por su constitución sólo puede presentir el todo a través de un inagotable sentimiento de in-completitud. El hombre se conecta con el todo a través de su sentimiento de insatisfacción, la persistente carencia de cualquier cosa. De modo que los hombres, a pesar de lo que podamos pensar al respecto, siempre manejaremos la esperanza como una parte de la solución a nuestra insatisfacción. Siempre que deseemos algo y que nos convenzamos que conseguirlo nos dará aunque sea una satisfacción momentánea pero valiosa, allí estará la esperanza para desactivar cualquier posibilidad de acción. Nuestra forma de percibir el tiempo, que nos lleva invariablemente hacia adelante, y la insatisfacción constante y persistente que nos caracteriza y que nos conecta con el todo, nos hace presas fáciles de entrar en un estado anímico donde la esperanza parece lo último, una solitaria roca en un mar embravecido. La esperanza parece útil cuando nos sentimos  insatisfechos, o sea todo el tiempo

Pero si la esperanza estaba en una tinaja junto con todos los males parece también un mal, pero no cualquiera. Si estaba de último en la tinaja, es lícito pensar que fue puesta primero. Fue lo primero que Zeus guardó en la tinaja que enviaría con Pandora. ¿Qué motivaba a Zeus? La venganza y el orgullo. Estaba decidido a vengarse del robo de las semillas de Helios (el fuego) por parte de Prometeo. También quería dar un castigo ejemplar a esa criatura que intentaba asemejársele, de una forma tan memorable que nunca jamás intentara de nuevo alcanzar las altas esferas del Olimpo. Así, la esperanza no es un mal cualquiera, es lo primero que se le ocurrió a Zeus cuando elegía los males con los que vengarse de la humanidad.

Acción y salud

¿Qué otra opción tenemos que no sea esperar que algo nos llegue? Salir a buscarlo. Si la esperanza es una roca solitaria en un mar embravecido, siempre queda la opción de nadar. Si no deseo esperar que el bien gire al mismo tiempo que yo en la misma esquina, ¿que me queda? Buscar el bien, propiciarlo, producirlo. Cada vez que decido esperar a que algo me llegue, pierdo la posibilidad de salir a buscarlo, y algo mucho peor: abandono toda pretensión de ser yo quien genere ese bien. Es posible que para los griegos el que espera sea víctima de una maldición. Porque su espera no significa de por sí que no va a conseguir nada, pero sí que no depende de él mismo y que sus posibilidades están más relacionadas con el azar que con otra cosa. Del mito de Pandora y su caja puede desprenderse que quedarse a esperar que algo ocurra, con nada más que fe y sin intención alguna de modificar las condiciones o el ambiente, es una maldición. Los hombres que esperan no hacen, y no hacer es sinónimo de muerte. Ya decía Seneca (1943): “Nuestra naturaleza está en la acción. El reposo presagia la muerte”. Los dioses, amenazados por las pretensiones del hombre del alcanzar el Olimpo le enviaron un mal para que aquellos que antes construían escaleras ahora esperen a que algo baje de los peldaños desgastados, para que los planes de alcanzar los cielos se degradaran hasta ser apenas un sueño repetitivo.

El que dice “Tengo esperanza en que las cosas mejoren” de seguro que no hará nada para que las cosas mejoren. Es una proclama que denota nuestra incapacidad, nuestro fracaso. No sabemos cómo hacer que las cosas mejoren, entonces esperamos.

Sabemos que la actividad implica salud mental. El estancamiento, tanto del cuerpo como de la mente implica degradación, enfermedad y muerte. Sobran los ejemplos a este respecto, como podría ser en la prevención del Alzheimer. A dos ancianos con Alzheimer que fallecen se les hacen sus respectivas autopsias. Uno de ellos padeció la enfermedad, al punto de que lo degradó en los últimos años y hasta generó determinadas rupturas o dificultades en los vínculos familiares. El otro nunca tuvo ningún síntoma, y recién se descubre que tenía la enfermedad durante la autopsia. En apariencia ambos cerebros están muy afectados por la enfermedad, incluso el daño es similar, pero ¿por qué uno sólo de ellos mostraba síntomas que afectaban negativamente su vida diaria? La diferencia entre ambos hombres es la calidad de vida. Uno de ellos era mucho más activo que el otro, tenía una muy buena base intelectual, se había instruido en forma constante, fortaleciendo las sinapsis neuronales. Se había mantenido activo hasta los últimos momentos. El otro no, había tenido una vida más bien sedentaria y no había avanzado en aspectos intelectuales. ¿Se anima el lector a arriesgar cuál de los dos es el que presentaba síntomas de la enfermedad y cuál no? La actividad física fortalece nuestro cuerpo y ayuda a prevenir enfermedades y a retrasar los efectos inevitables del envejecimiento. Lo mismo ocurre con la actividad mental. Mantener la mente activa es el mejor remedio para prevenir el Alzheimer, pero no sólo esto, sino también todo tipo de enfermedades. La actividad, en cualquier sentido, es sinónimo de salud.

Saber y creer

Creemos en aquello que no sabemos. Y por lo tanto la esperanza atenta en contra de la razón. Digamos que podemos trabajar muy duro y construir algo, pero también podemos sentarnos, dejar de trabajar, y esperar que alguien más termine la tarea o que una fuerza sobrehumana intervenga. Yo no espero que llueva si ya caen las primeras gotas y cuento con un pronóstico meteorológico a favor. No espero cosas que sé cómo y cuándo van a ocurrir. Espero por aquello que la razón me indica difícil, complicado. Espero por lo que creo que sólo con fe puedo conseguir. O sea, por aquello que no me imagino cómo conseguir de otra manera. Así, la esperanza atenta contra la razón, en el sentido de que cuando la razón me indica que es muy probable que algo que yo quiero no ocurra, me queda la esperanza como recurso; a donde siempre seré bienvenido, y adonde siempre me recibirán con los brazos abiertos si ando con ganas de llorar mis penas.

A Karl Jung le preguntaron si creía en Dios. Respondió “No necesito creer en Dios; Lo conozco” (Bennet, 1966). Lo cual podría simplificarse en “yo no creo; sé”. Se refería a la idea de que todos los seres humanos somos religiosos, más allá de nuestras prácticas y discursos. Todos nos preguntamos por la vida después de la muerte, por nuestra trascendencia, por nuestra alma. Son preguntas y cuestionamientos universales. Otro razonamiento que se desprende de la respuesta (nada ingenua) de Jung es que hay una gran diferencia entre creer y saber. Yo no creo tener dos manos, o que respiro aire, o que el agua de mar tiene un sabor salado y la de un arroyo dulce, etc., lo sé. Son cosas en las que no creo porque las sé. Ahora…, no sé qué hay después de la muerte, no sé si existe algo que pueda llamar alma, y otro largo etcétera. Estas son cuestiones en las que desarrollo determinada creencia. No son cosas que sepa. Y por lo tanto, para llenar ese vacío de conocimiento, utilizo la creencia, que me permite llenar el vacío con algo que de alguna forma me define, algo imposible de comprobar pero estadísticamente probable. Si mantenemos el razonamiento de que la esperanza nos aleja de la razón, en la medida de que sólo recurro a la esperanza cuando la razón me niega todo otro camino, y que con la creencia ocurre algo similar en el mismo sentido, podríamos equiparar esperanza y creencia. Yo no espero (ni creo en) lo que sé que va a ocurrir. Espero (y creo en) aquello que la razón me indica como incomprobable o improbable. Pero el proceso también puede darse en sentido inverso. Es decir que ante una tarea de difícil consecución prefiero recurrir a la esperanza, y aguardar que la tarea se resuelva por sí sola o por la intervención de algo más. Pero esto anula la tarea. Nada se ha construido en el mundo con esperanza. Ninguna tarea difícil se ha resuelto por la esperanza. Creer y esperar reflejan aspectos pasivos de nuestra personalidad. Saber y hacer reflejan aspectos activos.

A lo largo de la historia la esperanza ha sido utilizada como un mecanismo de control social. En una sociedad donde la gran mayoría espera llena de fe que algo muy improbable desde la razón de todos modos ocurra es muy fácil que gobiernen los que no esperan nada, los que hacen. Las tendencias culturales son manejadas por uno pocos gracias a esto. Nos dirigen, nos gobiernan, quienes nunca esperan nada, pero hacen lo que desean. A ellos les conviene una masa esperanzada, estancada en la fe ciega, en la creencia, porque esa masa está adormecida, sueña sin parar pero nunca despierta.

Sir Francis Bacon dijo: “La esperanza es un buen desayuno pero una mala cena”. Al empezar el día la esperanza parece algo positivo; al termina el día es algo negativo. Es bueno levantarnos con la esperanza de que las cosas van a ir mejor, pero es un plato duro cuando al regresar a casa de noche descubrimos que nada se ha hecho por sí sólo, que la mayor parte de eso que esperábamos no se ha realizado, y que sólo lo ha hecho aquello que dependía de nosotros mismos y de nuestras acciones (o sea  aquello en lo que no esperamos). Nietzsche coincide con este pensamiento: “La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”.

La desesperanza

¿Cuál es el opuesto a esperanza? La respuesta más obvia puede ser la desesperanza. ¿Pero esto es así? Si mantenemos la concepción de esperanza que venimos manejando, es decir que se trata de un estado anímico al que llegamos cuando agotamos las posibilidades de la acción y de la razón, esto puede no ser del todo así. Cuando se nos presenta un problema, de forma natural buscamos una solución, pero es posible que no la encontremos. El problema es sometido al juicio de la razón, y a través de esto buscamos una salida, aquello que debemos hacer para solucionar las cosas. Sólo recurrimos a la esperanza cuando a través del razonamiento no encontramos una salida obvia a los problemas. Cuando agotamos nuestras opciones, allí dentro, agazapada en el fondo de nuestra caja, queda la esperanza, como una herramienta útil para no darse del todo por vencido por los embistes de la realidad. Así, la esperanza es el premio consuelo. Esperamos que algo suceda porque no se nos ocurre una forma de propiciarlo. En este sentido la desesperanza no es el opuesto a la esperanza ya que sería aquél estado al que llegamos cuando aceptamos (el entendimiento ya viene desde mucho antes) que no conseguiremos nada con la esperanza. La desesperanza es el desenmascaramiento de la esperanza, su punto más extremo, su colmo. De esta forma, el opuesto a la esperanza, una vez más, es la acción como resultado de un proceso de razonamiento. Y el opuesto de la desesperanza tendría que ser la acción impulsiva, la actividad sin razonamiento.

Conclusiones

Podríamos creer que los griegos antiguos se equivocaron, y que pusieron la esperanza (algo útil y benigno) en la misma caja que los males del mundo. Desde nuestra perspectiva no hay error alguno. El mito refleja la sabiduría proverbial de una inteligencia que ha sido desde entonces utilizada como ejemplo. Para terminar de convencerse bastaría con ir a la fuente. Hesiodo (2013) hace hablar a Zeus: “Más sagaz que ninguno, te alegras de haber hurtado el fuego y engañado a mi espíritu; pero eso constituirá una gran desdicha para ti, así como para los hombres futuros. A causa de ese fuego, les enviaré un mal del que quedarán encantados, y abrazarán su propio azote”.La esperanza, en esa caja, fue el último de los males en salir, pero no el menos poderoso. Si nos dejamos seducir por su encanto, nos sumiremos en el colmo de la pasividad, en el que no sólo no hacemos nada, sino que esperamos a que alguien más lo haga por nosotros y nos lo imponga.

Yo no quiero tener esperanza de que todo vaya a ir bien, de que voy a conseguir un mejor trabajo, de que siempre voy a ser amado, de que la suerte va a estar de mi lado. Lo que quiero es entender cuáles son los pasos que debo ejecutar para que esto sea así. Quiero poder entender qué es lo que debo hacer para que esto ocurra.

Una vez más, recordemos a Seneca (1943): “La verdadera felicidad es disfrutar del presente sin dependencia ansiosa del futuro, no divertimos con esperanzas o miedos, sino descansar tranquilos, como el que no desea nada. Las mayores bendiciones de la humanidad están dentro de nosotros y se encuentran a nuestro alcance. Un hombre sabio está contento con su suerte, sea cual sea, sin desear lo que no tiene”.

¿Es bueno tener esperanza? Depende. Si forma parte de un modo de hacer las cosas, como parte de un ritual que impone la costumbre, puede ser buena. Si es un sustituto resignado de un esquema reducido de relacionamiento con lo real, que anula la acción, es malo.

Muchas veces los problemas de las personas están relacionados con una reducida visión del mundo y de la realidad, tan reducida que carece de soluciones y de herramientas. No es que las personas no tengan “salida”, opciones de las que elegir, es que su forma de relacionarse con el mundo limita la posibilidad de opciones (Grinder, 1998).

Tal vez en este sentido la esperanza pueda ser algo bueno, o neutro. Tal vez, inclusive, este sea el modo en el que todos manejamos la esperanza. Sólo la utilizamos cuando ya agotamos las posibilidades de la razón. El problema es que no todos vemos ni tenemos las mismas posibilidades. Pero este puede ser un buen sentido de la esperanza, como alarma. Cada vez que me sienta esperanzado debo entender que he dejado de exprimir la información que decodifico del mundo, y que ya no estoy buscando ni encontrando soluciones realistas. Este siempre es un buen momento para expandir el horizonte de nuestras opciones y buscar un poco más allá en el nebuloso limbo de aquello a lo que denominamos realidad.

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Bibliografía:

    • Bennet, E. A. (1966). Lo que verdaderamente dijo Jung. México: Aguilar.
    • Grinder, J. Bandler, R. (1998). La estructura de la magia. Editorial Cuatro Vientos.
    • Hesiodo (2013). Teagonía. Trabajos y días. Escudo. Certamen. Alianza Editorial.
    • Seneca (1943). Sobre la felicidad. Madrid: Revista de Occidente.
    • Schopenhauer, A. (2005). El mundo como voluntad y representación. Editorial Akal.

Álvaro Morales
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