Vox Populi: el día que prohibieron el jazz

Vox populi

Por Ignacio Rodriguez Perrachione

La función voz y sus torrentes sonoros, fueron aristas fundamentales de las producciones estéticas de la Alemania nazi, sin tanto relieve teorico como tuvo análisis visual de la propraganda nazi, la voz, se convirtió, desde la melomanía musical de Adolf Hitler y los mandatos de Joseph Goebbels, en un artilugio central en la construcción subjetiva, cultural y social del nacionalsocialismo.

Recorrer la función de lo músical en tiempos totalitarios desde aristas psicoanalíticas, nos brinda la posibilidad de generar preguntas, rayones, borrones y dudas, acerca de los sonidos de la actualidad, en tiempos de posmodernidad, y cuestionarnos que pasa con las voces, en tiempos de posverdad y fake news.

El debate identitario que transitaba la sociedad alemana desde el siglo XVIII se veía agudizado por el declive de los imperios y las grietas de la primera guerra en los inicios del Siglo XX, y la voz, se tejía como un sofisticado artefacto identificatorio y parte de la red de basamentos pulsionales y fantasmaticos que instalaban los demonios del Uno, “ese Uno al cual se pretendía alemán, “por encima de todo”, monstruoso superyó arcaico que quería construir e imponer a Europa “durante mil años”: “un Pueblo, un Imperio, un Jefe” (Poizat, M; 2003)

Cesare Lombroso, médico y criminólogo italiano, acuñó el término degeneración para referirse, en los albores del siglo XIX, a la desviación de la norma, a aquello que pervertía el orden social desde la pura diferencia. La Alemania nazi, a través del andamiaje propagandístico diseñado por Joseph Goebbels, designo un arte degenerado, que englobaba a las elaboraciones artísticas que se alejaban del arte tradicional alemán, y del romanticismo heroico, hábil constructor de la pureza racial y la exaltación de la unidad. Pero en el campo de la voz y el arte de sonar, también habían degeneraciones, y así, en la ciudad de Dusseldorf, en el contexto de un festival de música germana llamado Reichmusiktage, se realizó una muestra catalogada Enternate Musik, en castellano Música degenerada, en donde se mostraba desde los tajos de la burla y la ironía, música compuesta por judíos, judíos conversos al luteranismo, o afrodescendientes, que embarcados en las magistrales producciones de jazz y swing de la primera parte del siglo XX, habían hecho resonar melodías desde la pura otredad, desde lazos cosmopolitas y atravesados por la negritud, esa tan repudiada por lo unario del régimen nazi.

De este modo, el jazz, empezó prohibirse en el territorio alemán, permitiéndose solo si su ejecución respetaba un decálogo de reglas (Romaguera, J; 2002) instaladas por el régimen, que instaban a “no puntear las cuerdas por dañar el instrumento e ir en contra de la musicalidad aria”, estando “estrictamente prohibido utilizar instrumentos ajenos al espíritu alemán”, y recomendando “a todas las orquestas ligeras y bandas de baile restringir el uso de saxofones de todos los tonos y sustituirlos por el violonchelo”. La imposibilidad de hacer un registro del otro, como semejante, y el profundo temor a la destrucción de lo Uno, ceñían un “una terrible máquina de rechazar el registro del logos, lo simbólico, para hacer emerger el basamento pulsional de la identificación social” (Poizat, M; 2003).

Puertas adentro, se tejía ese gesto prohibitivo ante la llamada negermusik, pero después, dada la cruel astucia de Goebbels, hubo intentos de apropiarse de las voces y hacerlas compatibles con lo unario del régimen nazi, por lo cual, a través de la música de Karl Schwedler se patrocinó a la banda “Charlie and his orchestra”, de varios jazzeros blancos destinados a conquistar los oídos estadounidenses y británicos, a través de una musicalidad negra pero una lírica aria y con un mensaje antisemita y antiamericano, un gesto eficiente en lo intra de la maquinaria nazi pero meramente burdo en lo extranjero.

Afuera era utilizado como propaganda, y puertas adentro, no era admitido por que denunciaba al fetiche de lo Uno, que a través de la indistinción propia de la masa, ponía en práctica una mortífera coreografía que se desandaba a partir de la anulación de la diferencia, dejando instalar Una voz, en medio de una poda sangrienta de las voces, mediante una cristalización de la identificación social, que hizo posible, a través de una ensoñación que duró años, el arribo hacía completitud narcisista aria que decantó en las consecuencias más crueles de la pulsión de muerte. En esa fascinación por lo unario, el jazz se vio perseguido y tajado, por que simbolizaba el sonido de las voces en detrimento de La Voz, porque construido a partir de una conjugación de otros, el jazz exponía en la cara del nazismo, las virtudes artesanales de lo universal, pero también, era sentido y danzado a partir de la irreverencia del swing, entre saltos y libertinajes, que parecían rasgar la marcha tosca y erguida del gran temeroso de las alteridades, el nacionalsocialismo.

En días donde lo totalitario empuja, donde asistimos al retorno del autoritarismo y de quienes lo anhelan, recurrir a estos recuerdos y reconstrucciones del pasado puede ser profiláctico. Por que esa Voz, con mayúsculas, que intenta podar las voces, nunca desaparece, y puja, vuelve e insiste, anida en facilismos, verdes populismos, gestos de fobia, pequeños e invisibles fascismos, y con crueldad van cambiando de objetos a podar, de degenerados y degeneraciones, que podrá ser cualquiera que encarne la valentía de la alteridad.

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Bibliografía:

  • Poizat, Michel (2003) “Voz populi, vox dei: voz y poder” – 1ed. Nueva Vision, Buenos Aires, Argentina.
  • Romaguera, Joaquim (2002) “El jazz y sus espejos” – 1ED. Ediciones de la Torre – Madrid, España.

Ignacio Rodriguez Perrachione
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