¿Padres que aman?

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Por Agustin Tosar

Antes que nada, una aclaración: en este texto se utiliza numerosas veces el término padre como un sinónimo de progenitor; no pudiendo cumplir con la forma más ética propuesta por la sintaxis y semántica de género. El término “progenitor”, cuando se usa demasiadas veces, a la fecha, produce efectos disfuncionales a la búsqueda de la armonía estética. En el discurrir del texto, la mayoría de las veces en que digo “padre”, también digo madre, salvo algunos puntuales casos en que el contexto dirige la interpretación.

En mi experiencia de vida, así como en la que proviene de la dinámica propia de mi quehacer laboral, reconozco variadas maneras de vínculos entre progenitores e hijos. Están los que parecen encajar mejor con el concepto ideal de padre/madre incondicional, quienes fomentan en el hijo su búsqueda personal en el mundo externo mientras le brindan un hogar de base segura, amorosa y cálida. Están los que por sus despliegues pegajosos y manipulantes facilitan la encarnación en ellos de los conceptos del dominio, la envidia y la posesión. Distingo también a esos progenitores que aparentan una distancia un poco llamativa, como si el mundo interior de los hijos fuera un asunto de la exclusividad de sus pequeños cuerpos, o bien un asunto de la vida al que es preciso sobreponerse por los propios medios y el aprendizaje solitario. Entre esos tipos ideales, existen mil matices y combinaciones. Por lo tanto, se hace difícil mantener una postura categorizante al adentrarse en la singularidad de cada universo familiar. Lo cierto, como siempre que se trata de aplicar un concepto a la explicación de la vida de la gente, es que cada singularidad contiene en su potencia a todas las categorías y conceptos, sólo que en algunos casos es mucho más notoria la prevalencia de un tipo de dinámica que de otras, facilitando la equivalencia de una categoría abstracta a un universo familiar singular. A veces parecen existir efectivamente madres/padres buenos y otros malos, porque la reiteración de una dinámica determinante hace perder importancia a otras.

Tentado por el siempre presente afán de explicación estructural, me gustaría en esta ocasión hacer referencia a una confusión muy común en los casos de vínculos conflictivos entre progenitores e hijos. Se trata del lugar del amor en el vínculo, y en especial en las palabras, plataforma primordial que tenemos las personas para indicarnos (o mentirnos) lo que por dentro nos pasa.

Lo que un hijo precisa de un progenitor, mucho antes que cualquier otra cosa, es sentirse querido. El sentimiento profundo de ser amado genera un sostén que es una herencia de lo que el psicólogo norteamericano John Bowlby ha llamado “una base segura”. Desde la base segura el niño puede explorar y desarrollarse en el mundo con una mayor libertad y confianza, porque guarda el conocimiento profundo de poder volver a la base.

El sentimiento de ser amado se posee en forma implícita o se duda al respecto, a veces en forma explícita, siendo un disparador de rodeos internos y búsquedas solitarias que tienden a la angustia y la desesperanza. Es que la respuesta nunca está ahí dentro donde la neurosis busca. El amor se transmite mediante gestos materiales que lo significan (y la palabra es una materialidad posible); es válido incluso afirmar que no existe fuera de la materialidad de tales gestos. Es que cuando el sentimiento crudo no consigue transmitirse en gestos es porque existe otro sentimiento que inhibe el despliegue, sea miedo, rencor, envidia, culpa o deseo de punir. Es común escuchar progenitores haciendo referencia a la obviedad de su amor por su hijo y su frustración por la supuesta incapacidad de su hijo de sentirlo. Por un tema cultural, en donde está entrecruzado el problema del patriarcado y la construcción de la masculinidad (cuyos efectos inhibitorios muchas veces también alcanzan a las madres), el gesto del amor del padre está inhibido, y la idea del amor se vuelve un asunto racional: soy tu padre, ergo te amo, y tú deberías saberlo. La respuesta corporal al afecto está inhibida, y ni siquiera consigue materializarse a través de las palabras, porque en el tan recurrente caso, el te amo llega en el marco de un razonamiento, no de una expresión voluntariosa del interior.

A veces existe odio, odio existencial entrelazado al amor de progenitor. Hace poco me tocó enfrentarme a una madre que explicaba por qué no quería a su hijo, que había estado privado de libertad por cometer rapiña. El diálogo se llevaba a cabo entre los cuatro (yo trabajaba en dupla con una compañera). Santiago, el hijo, se iba de la sala cuando la madre hablaba, la escuchaba desde afuera, entraba para decir algo en respuesta, y se iba nuevamente; seguramente precisaba el movimiento, porque su interior era un abismo que se abría con facilidad y el vértigo lo empujaba a moverse. Estaban viviendo juntos tras su salida de privación de libertad, y no lo hacían desde hacía unos cinco años, porque anterior al evento penal Santiago había vivido en un hogar para niños sin padres al que se había ido por conflictos en el hogar. Aclaro que ambos nombres fueron cambiados.

-Él hace lo que quiere. Yo no voy a hacer nada por él si él no muestra un poco de compromiso.

-¿Qué es lo querés que él haga?

-Que se comprometa con la casa, que deje de sentir que esto es un hotel. Hoy le pedí que lavara la losa y me respondió que estaba con sueño, ¿Podés creer? ¡Con sueño!

-Epa..epaaaa…. Pará un poquito que yo me levanto a lavar la losa todas las mañanas y de eso no decís nada, sólo te quedás con lo malo, como hoy, que tenía sueño…sí, y..¿Qué tiene de malo que hoy tenía sueño? (Se podía presenciar el sutil alivio que Santiago sentía al ver cómo sus desahogos no chocaban esta vez con una pared que le devolvía la invalidación de lo que decía; nuestra presencia producía efectos)

-Ay ta (riéndose irónicamente, la madre, como conteniendo el odio y diciéndole al mismo tiempo: “sos chico y no sabés lo que decís” o “hay problemas que son más profundos y no podés hacer nada, chiquito”, con una sutil dosis de perversidad). Dejala ahí Santiago… El problema de él es que se piensa que la vida es para disfrutar y nada más. No sabe que yo a la edad de él…. (Historias de trabajos por becas estatales en limpieza).

-Pero estamos en verano, y al no haber actividad formal para menores, ayudar con la limpieza de la casa es un gesto de compromiso (aporté a la defensa del acusado).Sabiendo que existe un problema de fondo bastante complejo es que la vez pasada habíamos resuelto con la idea de que pudieran llevar a cabo entre los dos la tarea de cocinar y vender comida, para compartir ese momento y para Santiago poder aportar a la economía del hogar. Andrea, te correspondía la compra de los primeros ingredientes para arrancar el proceso, ¿has podido?

-Nooo… yo lo estuve pensando y no voy a andar gastando mi dinero para que éste después no se comprometa con nada, como siempre. No y no…

-Santiago, ¿vos cambiaste de opinión?

-Nooo, yo ya dije que me comprometía y me comprometo, lo dije una vez y ya está bien, qué lo tengo que andar repitiendo miles de veces si ésta no lo quiere entender.

-¿Y ustedes no pueden comprar estos ingredientes?

-Creemos, como ya lo habíamos hablado, que el hecho de que los compres tú implica un acto de confianza y un gesto de cariño. Después cuando Santiago haya podido vender lo que cocine tendrá por lo menos para devolverte lo que gastaste.

-¡¿A mí me ves cara de muerta de hambre?! Yo no quiero que él me devuelva nada, yo si lo hago lo hago por él, para que se comprometa con algo, y que salga adelante. Entonces le voy a comprar nomás, y ya vas a ver, vas a ver lo que pasa… (sus resistencias al gesto de amor desinteresado hacia su propio hijo se le hacían incontrolables)

-Andrea, ¿alguna vez probaste decirle que lo amás? (Se interpuso mi compañera).

-¿Amarlo? Si él quiere que le diga esas cosas tiene que comprometerse. La confianza se gana, no se regala. Que tenga claro quién es la madre acá. Yo no tengo que respetarlo, él me tiene que respetar a mí, después el respeto y la confianza se ganan.

Existe una confusión estructural en el discurso manipulatorio de los padres que sienten miedo a amar. En el polo opuesto a la noción idealizada del amor de progenitor como un sentimiento incondicional, desde el que se parte, y que da confianza y seguridad para el desarrollo, los padres que niegan la señal de amor justifican su miedo desde el argumento meritorio (criterio desde el cual el hijo está predestinado al fracaso). Buscan moldear la estructura vincular del hijo desde la noción del amor como un objetivo que se persigue. Como si el deber de un hijo fuera conquistar amorosamente a sus padres, como lo hace un adolescente con la joven a la que tiene idealizada en el barrio. En el caso anterior la madre es la que espera el gesto del amor del hijo, no la que lo da. Son casos demasiado comunes; demasiado para la necesidad que tenemos como sociedad de hogares donde se crezca sano. Se trata de una madre que tuvo a su hijo de muy joven, y en él quedó depositado el rencor por su pasaje demasiado temprano al mundo de madre. Porque después de él tuvo otros dos hijos, pero no les niega el amor como se lo niega a Santiago.

Después de unos cuantos minutos de proseguir el intercambio, Andrea, acorralada frente a la pregunta que iba como una bala a quemarropa directo al cuerpo del amor, explicitó su resistencia a la palabra amorosa para con su hijo: “nunca lo quise”. Después dio rodeos y no pudo acertar en la comprensión dolorosa del asunto: “desde chiquito que hace lo que quiere y no se compromete con nada”. “Lo he tenido que atar a las sillas”. “Siempre me hizo la vida imposible”. Y concluyó, con acierto: “¿Por qué no llaman al padre? ¿Por qué siempre se tiene que hacer cargo la madre que lo llevó en el vientre? Porque el padre viene una vez al mes, toma mate y el Santiago se piensa que lo quiere muchísimo”.

Es que para Andrea, Santiago significó un problema pesado desde su origen. Al parecer su pareja la abandonó al poco tiempo de quedar embarazada, además de haberla hecho madre joven, sin mayores herramientas para enfrentar la autonomía económica y con muchas materias pendientes de la vida adolescente donde se tienen menores compromisos que asumir. Y Santiago nació y creció significando el problema, cargando con ese yugo, que bloqueó los naturales gestos de amor de madre. El problema siempre fue Santiago, eso lo afirma inequívocamente, mientras lo argumenta desde defectos y supuestos errores morales del hijo en vida, como si la marca del problema no dominara imperativamente desde antes. Es la metaforización descomprometida de una madre que revela su imposibilidad de amar a un hijo. Porque amar es materializar el amor en gestos, y cuando el sentimiento -que evidentemente está- no consigue materializarse en el gesto por la existencia del sentimiento encontrado y paralizante, lo que se vivencia es llana y profundamente la ausencia de amor.

En el vínculo padre-hijo, el hijo es, por cuestión natural, el que debe recibir cuidados. Es una experiencia particularmente lúgubre la de observar a progenitores que gozan del lugar de amado y demandado, que activamente se resisten a ser fuente de dádiva. Perciben el interés y la demanda de amor de su vástago y parecen vanagloriarse de ella, como si tal deseo de tener eso de ellos fuera producto de un mérito de virtuosismo propio y no una fuerza de la naturaleza. Evalúan a sus hijos, los comparan, en miras a decidir el merecimiento de su respeto y cariño o justificar la ausencia existente de ello. Se quejan de sus faltas de destrezas, de sus defectos físicos, de su lenguaje, y de cualquier criterio que sirva para argumentar a su culpa la inhibición del gesto de amor.

En la educación de la modernidad ha permanecido la costumbre a inculcar la represión del gesto afectivo. Primero se reprimen las demostraciones de afecto (los gestos), luego el sentimiento comienza a limarse por no poder expresarse (y puede así también volverse contra uno mismo), y una vez que el sentimiento ya no se siente, entonces se razonan. Muchísimos padres, y también madres, han carecido de educación práctica acerca de la demostración del afecto, y adquirieron el hábito de juzgar y culpar la demanda del mismo. Si se les pregunta por el amor, muchos entienden que es una obviedad lógica, desde la que se parte y es innegable, y desde esa tautología viven tragando el afecto, desvalidos del poder de pasarlo a gestos simples y sin ambivalencia que terminen por instaurarlo en lo real.

Bert Hellinger, filósofo fundador de la controvertida terapia de las constelaciones familiares, ha afirmado que, a diferencia de lo que se reproduce discursivamente en el imaginario colectivo, el amor incondicional es el de hijo a progenitor, no necesariamente el de progenitor a hijo. Tremenda sentencia frente a la cual no me considero en condiciones de arriesgar una adherencia o discrepancia. Pero es al menos una posibilidad muy factible, dado que el progenitor es, desde el origen, el sostén frente a quien el niño desvalido dirige su demanda bruta y desnuda. Y es, además, quien tiene el poder de responder a esta demanda, marcando en el tipo de respuesta futuros esquemas vinculares de la persona.

Si la sentencia del filósofo es cierta, hay que decir que si se tiene por valor directriz de vida al amor incondicional del progenitor al hijo, este amor debe ser trabajado. El amor que se da sin pedir a cambio, el incondicional (que no es el de pareja, donde se da y se demanda), que es el que es justo dar al niño humano en sus primeros años, antes de exigirle cumplimiento o responsabilidad alguna, requiere de la ausencia de fantasmas de amor. Llamo fantasmas de amor a esos pensamientos y/o sentimientos que se interponen entre el sentimiento y el gesto de amor al otro. Rencores hacia los padres propios, demandas de amor propias no resueltas y que en el actual vínculo progenitor-hijo se actualizan, goce de ser demandado, goce de tener el poder de dar satisfacción o negarla, miedo, envidia.

Hace pocos días, me sorprendió una mujer cercana a mí al decirme, mientras intercambiábamos opiniones sobre asuntos de agenda polémica público-política, que ella entendía el hecho de ser madre o padre como un fenómeno con base en el egoísmo. Una afirmación perfectamente contraria a la idea dominante de la maternidad como un acto de solidaridad y entrega a un otro. Justificó señalando algo que muchos ya hemos pensado y quizás, por no sentir la presión social a la paternidad de forma tan directa por motivos de género, no le damos la importancia que el asunto merece: “el hijo es para uno”. “Yo el día que lo tenga sabré que estaré cometiendo un acto de egoísmo”. Ante semejante afirmación me detuve algo sacudido, y al reconocerme en sus palabras, reconocí también que esa idea se gesta en las personas que de alguna manera vivimos en el cuerpo la tensión del compartir dos pseudo-culturas enfrentadas. Una donde el poder es del padre, y a consecuencia de su deseo, algo de poder también es de la madre, y el hijo es un mendigo de afectos, apremios y derechos. Otra, donde los padres buscan la utopía de liberar a los hijos en un mundo abierto para que desarrollen en él sus potencias (afinidades y habilidades). En una, el peor estigma es el de generar frustración y amargura en los padres, en la otra es el no amar uno lo que hace en el mundo. En los casos afortunados, ambas cosas pueden no existir a un mismo tiempo en una misma persona.

La vivencia de que el ser padre (incluyo en esta nominación a la madre) es un acto de egoísmo, incluye la vivencia de posesión en el vínculo progenitor-hijo. El hijo es para el padre/madre. Viene a cumplir un rol en la vida del adulto. Sustituir una carencia, cumplir una función de simbología social; son maneras bastante comunes de nombrar el problema del “egoísmo de progenitor” -falta ética que en contextos de franqueza se presenta tan angustiosa como ineludible-. Entiendo al problema como un fenómeno más real, menos determinante y totalitario en su formulación. Cuando falta la educación sentimental y la empatía en la vida de padre, es cuestión de naturaleza que proyecte su personalidad en el hijo: sus gustos, opiniones, exclamaciones, hábitos, etc. Toda su persona se va proyectando al hijo a través del vínculo y el tiempo, que marca e instaura a pasos agigantados en el psiquismo más joven.

Existe entonces una suerte de moldeamiento, casi arquitectónico, del sujeto-hijo. Un dar exactamente lo que yo quiero para que lo que se me devuelva sea lo que yo necesito. Una inversión personal para gozar de fines de socialización medibles, configurables. La constitución de un otro/sujeto con potencial de participar de un vínculo con uno mismo, satisfaciendo necesidades vinculares. Porque, en la excepcionalidad del vínculo padre-hijo, se instaura un vínculo en la medida en que se instaura un sujeto.

La psicología vincular (más específicamente el psicoanálisis vincular) afirma que no son los sujetos los que fundan vínculos, sino los vínculos los que fundan sujetos. Es una afirmación válida en determinada perspectiva, pero absolutamente irrefutable a la hora de pensar el vínculo padre-hijo. Lo patológico no puede ser el hecho de fundar vínculos humanos disfrutables entre padres e hijos, lo cual es una necesidad humana fundamental. Lo patológico es la actividad diseñadora de padre para con el psiquismo del hijo y el vínculo social que ahí se busca construir. El disfrute del vínculo humano siempre debe saber sobrellevar la diferencia, porque la diferencia hace a la vida. La diferencia es la regla de juego primera y básica de la vida en sociedad. La diferencia pone límite al goce de la imposición, por eso la diferencia precisa imponerse.

El deseo, lugar imperante en el registro de la diferencia, es el elemento que instaura el problema del gesto de amor para la educación moderna. Aun frente a la posibilidad de que la génesis del deseo requiera de la cautivación y de que la formación del deseo en el hijo requiera de la estimulación, sugestión y contagio de un padre; el deseo del otro siempre, y más en los vínculos padre-hijo, debe ser tomado como una posibilidad autónoma, no descifrable en su profundidad pero respetada y aceptada en su manifestación. Al ser un acto de entrega, el amor no puede ser adoctrinador sino adaptativo: el progenitor hace un gesto que se adapta al deseo del hijo, y en ese gesto, el niño percibe el amor. Por eso el amor requiere el conocimiento de los patrones de deseo del otro. El conocimiento del patrón de deseo del hijo se manifiesta aún en los gestos mínimos dados en un contexto íntimo de compartir un juego, una tarea, un diálogo o cualquier encuentro.

Y entre tanto amor… ¿los límites?

La cultura de marcas patriarcales en que vivimos tiene el conflicto de querer la realización de las personas pero bajo el marco de la obediencia y la adaptación a un mundo aún encorsetado, desprovisto de una buena dosis de libertades. Es en este punto en donde entramos en el problema de los límites y fronteras, tema omnipresente en las discusiones en torno al asunto de la educación.

Para pensar el problema de los límites es necesario hacer una distinción. Una cosa son los límites que el hijo debe aprender para vivir en sociedad, y otra cosa son los límites que el hijo debe asimilar porque hacen al tipo de persona que gusta al padre. Creo que, marcada esta distinción imperante, ya hemos dicho mucho. Dado que ya hemos hablado acerca del egoísmo moldeador de padre, hablemos entonces del problema de la construcción de un vínculo de amor con límites. En el lenguaje que estamos manejando, hablaremos de la materialización del gesto de amor pero que incluye el deber de inculcar a la persona los límites que requiere incorporar, para vivir adaptado al mundo social y poder desarrollar en él sus potencialidades.

Surge entonces esta pregunta: ¿puede un padre definir los límites del mundo? ¿No remite esta diferenciación siempre a un tema de valores?

Si los límites son del mundo son de cada institución y/o grupo por los que el hijo transite. Los “valores” en cambio hacen referencia a una idea de absoluto, de trans-contextual. Son palabras, en general adjetivos, descriptivas en código binario de ser o no ser. Ser solidario, ser valiente, ser obediente, ser empático, ser, ser. La noción clásica de que los valores se aprenden desde el ejemplo (no desde el diálogo) nos remite a la idea del aprendizaje por modelación. Pero la modelación, que a la fecha consideramos algo fundamental, precisa del acompañamiento del diálogo para constituirse productivamente. Un intercambio en palabras acerca de las actitudes puntuales que el hijo ve en el padre: preguntas por el sentido, respuestas, propuestas alternativas con sus respectivas aprobaciones o reprobaciones. Sin la existencia de este intercambio en palabras la modelación se transforma en esa patología de la imagen desprovista de consistencia en la personalidad profunda: una imagen del padre haciendo esto o aquello, mezclada en la subjetividad de forma desorganizada, y con resultados desorganizados en la personalidad del hijo.

Así como en la familia, en todas las instituciones habrá límites que sean relativos a la personalidad y subjetividad de sus miembros, a los vínculos que en la institución se constituyan, y a una historia institucional socio-política determinada. Lo ideal es que los límites se aprendan en y para las instituciones antes que nada; quiere decir que lo que el hijo aprende sobre los límites en la familia es para aplicar en la familia, lo que aprende en el grupo de pares es para el grupo de pares, lo que aprende en la escuela es para desarrollarse (y sobrevivir) en la escuela. Claro que la personalidad humana siempre tendrá la posibilidad (quizás ineludible) de proyectar lo aprendido en un contexto hacia otro, mixturando el color de los contextos según el criterio de los conflictos y aprendizajes más significativos que haya experimentado en alguno de ellos. Pero los valores enseñados de forma descontextualizada cargan de por sí con el problema de la proyección: se proyectan desde el ideal mental hacia el contexto específico, y así dificultan el aprendizaje concreto que debe realizarse desde la experiencia hacia la comprensión del funcionamiento del contexto, y quizás, inevitablemente, proyectarse hacia la comprensión de otros contextos. Pero no hacia una idea absoluta de los intereses humanos, de sus gustos, sus maneras, sus deseos, sus tipos de vinculación; como si existiera el humano ad hoc y fuera productivo aprenderlo en vez de aprender a las personas concretas.

Los padres pueden ser, y es lo ideal que así sea, el vínculo primordial para la problematización de los aprendizajes que se dan en cada contexto. Serían así un vínculo transversal que en la circunstancia del encuentro unifica los distintos contextos y oficia de sostén a la integridad y continuidad del ser del hijo a través de los mismos. Una herramienta valiosísima. Quienes no la tengan estarán en condiciones más difíciles que quienes sí. No es obra del arte escénico que al imaginar un encuentro sano-estándar padre-hijo muchos imaginemos una situación en la que el hijo se acerca sin escrúpulo alguno a contar al padre una anécdota acontecida con su grupo de pares, la comentan y festejan, y después el hijo plantea una ansiedad en torno al asunto, que era el motivo latente de narración. En tanto lo sano, simple y bueno no es necesariamente lo estadísticamente más numeroso (de hecho tiende a ser todo lo contrario) es más fácil que asociemos como imagen arquetípica del encuentro a un hijo que revela secretos de su grupo de pares con miedo, a la manera de una confesión, y un padre que perdona o alecciona en respuesta.

Ahora, después de las definiciones conceptuales sobre lo que consideramos bueno, démonos un baño de realidad. Para no transformar los avances en el pensamiento que quiebran con la hegemonía del orden moderno en nuevos fundamentalismos ciegos a la realidad, aceptemos las cosas como son: las personas tendemos a buscar ubicarnos en contextos entre los cuales las similitudes se presentan claras. Nos construimos en la interacción social abierta a lo azaroso (pero no azarosa) y nos constituimos, culturalmente nos constituimos. Los límites y formas que aprendemos en un contexto tendemos a buscar mantenerlos en nuestro aprendizaje y repetirlos, y para eso somos atraídos por contextos en donde esas mismas vicisitudes son conjugables y en los hechos, gracias a ellas, volvemos a operar funcionalmente y a vivir adaptados a un nuevo contexto. Quizás no haya otra cosa que esta tríada de la elección, repetición y plausible transformación, detrás de los sofísticos debates en torno al tan presente problema de la identidad en las discusiones contemporáneas.

Es muy común que la gente, sobretodo quienes crecieron en hogares de educación rígida y moralizante, tiendan a ocultar su envidia al que crece con un grado de amor incondicional más marcado señalando sus defectos y afirmando que el crecimiento con demasiadas concesiones es peligroso porque vuelve a uno una persona débil para hacer frente a los avatares del mundo real. Acá es necesario hacer una aclaración. Lo anterior se adecua a esos casos de padres que frente a su dificultad para amar incondicionalmente al hijo viven buscando dar señales estereotipadas de ese amor, resultando en una educación descomprometida y facilista. Quien da amor incondicional no busca debilitar a su hijo frente al mundo sino empoderarlo. Pero, a diferencia del moralismo propio de la educación tradicional patriarcal, sabe y siente al mismo tiempo que el dar amor es la tarea primordial que le corresponde como progenitor, y que todo lo demás simplemente vendrá por añadidura. El hijo es educado en un clima de seguridad y dirección, porque la coherencia es fundacional: sabe que tiene. Y estará librado de los sismos internos debilitantes y de los rodeos mentales angustiantes, propios del hijo manipulado por la promesa retórica de amor o por la de quien vive la ausencia de gestos concretos.

Para finalizar, el colmo absoluto de la ausencia del gesto de amor de progenitor, la frase que encarna la humillación más retorcida frente al corazón huérfano, la tiranía más insana que brota del alma de adulto en conflicto de amor: “yo ya te regalé la vida”.

Agustín Tosar
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