La psiquiatrización de la infancia en el Uruguay. Parte II: El niño como un ser primitivo y anormal

La psiquiatrización de la infancia en el Uruguay. Parte II: El niño como un ser primitivo y anormal
Cayetano Santos Godino (1896 – 1944) : «el petiso orejudo»

Por Fabricio Vomero

La psiquiatrización de la infancia en el Uruguay

La figura del niño masturbador era una de las tres figuras de la anormalidad según analiza Foucault en su seminario Los anormales (2000), el niño que practicaba su sexualidad cuando aún no estaba preparado, cuando aún no debía hacerlo, siendo efectivamente una práctica infantil que atormentaba a pedagogos, religiosos, padres y médicos durante el siglo XIX y bien entrado el siglo XX. Baste revisar la larga lista de objetos diseñados para impedir dicha práctica en los niños, desde artefactos de metal puestos en sus órganos sexuales hasta las cómicas campanitas atadas a las manos de los niños mientras estaban acostados.

Lo esencial desde el primer momento para estos saberes era que el niño no era todavía lo que debía ser; comprendido como un proyecto de humanidad todavía no trazada, era alguien incompleto por definición porque aún no se había desarrollado, aún no había evolucionado completamente para volverse un ser humano de verdad. Y el camino a la adultez estaba plagado de peligros.

El niño como adulto no evolucionado, no desarrollado estaba siempre en camino de ser, siempre atravesando etapas, siempre en desarrollo. Esta noción es para M. Foucault fundamental porque generaliza una noción particular de normalidad, espejo de todos los seres humanos, en donde existe un punto de culminación que es el adulto, en especial el hombre adulto, pináculo de inteligencia y de la evolución.

El niño incorporó al igual que las mujeres, los locos y otras formas de anormalidad en la concepción psiquiátrica de la época, las significaciones del primitivo y del salvaje, alguien que debía ser conducido hasta la etapa de los logros de la civilización.

La clínica psiquiátrica infantil de la primera mitad del siglo XX se dividía principalmente en dos áreas:

  • El niño díscolo. Era fundamentalmente alguien que no incorporaba la disciplina en el hogar y en la escuela, desordenaba y cuestionaba el poder dentro del ámbito doméstico, se resistía al sometimiento del poder soberano que representaba el pater familias; no aceptaba la ley con la que el padre pretendía educarlo. No podía entonces mantener en la familia y en la escuela, un comportamiento adecuado que le permitieran los distintos aprendizajes. Era el sujeto que debía ser direccionado, reeducado y podía transformarse a la larga en el individuo a corregir, es decir un sujeto incorregible por naturaleza que deambulará su existencia por los centros de corrección. A la psiquiatría y a la psicología que tempranamente se ocuparon de esta cuestión más bien le importaban los individuos con incorrecciones menores pero que igualmente perturbaban, por ello comenzarán a operar en el mismo seno de las familias y de las escuelas.
  • El niño con dificultades de aprendizaje. Básicamente era la figura que ya vimos cuando analizamos la noción de debilidad mental. El objetivo principal de todo un arsenal de tecnologías psicológicas y psiquiátricas era detectar cualquier alteración en la productividad escolar de un niño. Es la época en donde se desarrollan los primeros test de inteligencia para niños en donde debía sopesarse de la mejor manera posible, la inteligencia y el potencial de rendimiento y de productividad de cada niño.

La infancia es comprendida entonces por Foucault como el espacio que permite la universalización del saber y del poder psiquiátrico.

Del psiquiatra afirma: «Si pudo convertirse en una especie de instancia de control general de las conductas, en el juez titular, si lo prefieren, de los comportamientos en general, no fue mediante la conquista de la totalidad de la vida ni con el recorrido del conjunto del desarrollo de los individuos desde su nacimiento hasta su muerte; fue al contrario, al limitarse cada vez más, al excavar cada vez más profundamente en la infancia.” (Foucault, M. 2000:285)

Progresivamente la psiquiatría deja el mundo de la reclusión manicomial, de los locos a gran orquesta y comienza a ocuparse de las pequeñas alteraciones de conducta, las anomalías de carácter, las carencias mentales de los individuos que aparecen como incorregibles. Pero que a la vez pueden anunciar graves anormalidades posibles. Esos índices potenciales de peligrosidad son siempre buscados.

El niño era pensado como alguien que debía ser dirigido, debía hacerse que en él prevalecieran el polo intelectual volitivo, sobre el polo afectivo sensitivo. De Laburu (1943) lo expresa para nuestra realidad de un modo radical: a los niños se les debía practicar una mezcla de podas psíquicas e injertos mentales; proceso que implicaba arrancar lo podrido del niño, sus anormalidades de carácter, el germen patológico y todo lo que en el primer momento aparecía como defectuoso, aún sin haber sido sus comportamientos del todo dramáticos o peligrosos y en el mismo proceso implantar lo benéfico, una nueva moralidad íntegra.

La poda psíquica apuntaba a producir seres disciplinados, útiles y productivos, se los debía extraer de todos los ambientes psicológicamente tóxicos. Las metáforas a las que apela el autor no son neutras, pues imaginaba cada ser humano como un árbol frutal, al que había que injertar y curar y como consecuencia inevitable llevarlo al límite de su productividad.

Todo el tiempo, al mirar y pensar al niño se trataba de producir un hombre útil que pueda dar su trabajo al orden social.

Para los estudiosos uruguayos del desarrollo infantil de la primer mitad del siglo XX el niño era un ser incompleto al que había que conducir a la perfección de la adultez. Siempre el modelo de desarrollo será el hombre adulto normal, ideal. Mujer y niño son categorías que se miran constantemente en su deber ser, en el hombre adulto y en sus ideales. Por eso, para muchos autores de la época, las mujeres y los niños siempre están en el plano de la insuficiencia mental, corporal y espiritual. Son durante muchos años para esta narrativa la imagen absoluta de la anormalidad[1].

“El niño es un ser es estado de continua evolución e integración de su personalidad y por lo tanto un ser en estado de desarrollo incompleto.” (Chans, J.C. 1946:13)

Claro que era una posición verdaderamente androcéntrica y falocéntrica que ubicaba en el ideal de normalidad y salud al hombre, mientras que las mujeres y los niños siempre quedaban resignados a no ser algo que debían ser siendo la limitación estrictamente biológica o corporal. El niño y la mujer quedaban en el primer punto atrapados en un cuerpo insuficiente e incompleto, es decir que la limitación era de carácter biológica. El cuerpo mismo era el punto límite, su anatomía y su fisiología, expresaban la inferioridad de las mujeres y del niño.

Se construyó por cierto un verdadero arsenal técnico conceptual para identificar y corregir en el niño toda posibilidad de no alcanzar ese ideal de normalidad adulta, que se sintetizará en el eje de la disponibilidad para el trabajo. La capacidad de trabajo debía ser específicamente entrenada en el niño, y su falta podía ser la señal de anormalidad y era en la escuela donde el niño demostraba o no su capacidad para el trabajo, su potencial de laboriosidad. Por ejemplo pueden leerse sobre las nobles funciones del sistema escolar cosas como: “A los 6 años el niño va a la escuela. Comienza entonces la segunda etapa educativa durante la cual el niño aprende a conocer y a trabajar (hasta entonces solamente había jugado) y mediante el trabajo útil y productivo adquiere también el sentido del orden, de la disciplina y de la cooperación que el mismo trabajo requiere y que la autoridad del maestro impone, El niño vive varias horas del día bajo el régimen escolar, sufre la influencia de una especial organización educativa, contrae hábitos de trabajo y normas de conducta social.” (Antonio Sicco. 1948:28)

La escolarización del niño estaba orientada básicamente a dirigirlo, a volverlo dócil y a inculcarle la adaptación a mecanismos de regularidad y principalmente la regla número uno de un proceso disciplinador, extensamente evaluado: el sometimiento a la voluntad de otro. La escuela igualmente para Sicco, debilitaba el egoísmo y el egocentrismo, lo volvía uno más, es decir lo transformaba en un sujeto que no tenía derecho a sentirse y creerse diferente de los otros, proceso que era claramente homogeneizador y normalizador.

Por eso en los años 30 comenzaron a funcionar en Uruguay en el ámbito público, clínicas de atención médico psicopedagógicas, en torno a hospitales y a instituciones del niño. Y de alguna forma los tratamientos dirigidos al niño eran una suerte de proyecto de intensificación laboral. Los más mínimos indicios de anormalidad podían ser señales de una peligrosidad posible; deberían atenderse los niños difíciles, los desadaptados porque: “cada desadaptado es un predelincuente potencial.” (Chans, J.C. 1941:13).

Hay tiempo incluso para definir la verdadera naturaleza de la intención de ocuparse de los niños, de intervenir en el seno del hogar familiar, cuestión indudablemente política: “Los factores familiares, el medio ambiente, influyen poderosamente sobre el niño. Juarros decía que la mayoría de las perversiones infantiles y la delincuencia se forjan y moldean en el hogar y a su vez Nauman manifiesta que la historia de los pueblos ha de decidirse en la habitación de los niños.”(Ídem: 14)

El eje educativo de la familia para esta psiquiatría, el objetivo central en relación al niño será entonces doblegar su voluntad, someterlo a la autoridad absoluta del padre. El niño es presentado como un ser que se resiste a la influencia exterior, quiere afirmar su propia voluntad e imponer su mundo pulsional, siempre afirmando satisfacciones que por sí solo no puede postergar ni dirigir.

La lucha primigenia con el niño era una lucha de poder. Este es el hecho que pone a prueba la entereza de la familia, su capacidad de sostener alguna forma de autoridad.

“Es durante este período dificultoso que dura hasta los 5 años que se pone a prueba la capacidad educativa del grupo familiar y especialmente de los padres.” (Ídem)

Tal capacidad estaba fundamentalmente centrada en la capacidad de disciplinar al niño, en la capacidad para doblegar esa voluntad que quiere imponerse. La educación para Sicco era la imposición de esa voluntad del otro, y el niño educable, normal y sano era aquél que podía aceptar doblegar su díscola actitud egoísta y la sustituye por un altruismo social generalizado.

También había un lugar de importancia para señalar el camino que debía seguir el niño normal y sano, que lo llevaría al ideal de hombre desarrollado, encarnación de virtudes, deberá dominarse a sí mismo y obedecer a la autoridad. Doble estructura de la disciplina, la que otro ejerce sobre el sí mismo, y el paso siguiente, la internalización de ésta, cuando el propio sujeto incorpora y reproduce, cuando definitivamente hacen cuerpo en él las estructuras de la dominación en forma suficiente y logra dominarse y disciplinarse a sí mismo.

Duramente vigilada y castigada era la sexualidad infantil, la masturbación infantil, llave siniestra que abría las puertas de la locura. Toda la lista de males imaginables creados por la psiquiatría de fin de siglo XIX, incluye en su causalidad una reiterada práctica masturbatoria infantil que viene a ocupar el lugar de semilla patológica a la que se le van agregando piezas, quizás sea la más perversa de las representaciones y seguramente una de las prácticas más perseguidas por médicos, educadores y padres. Una vasta iconografía se produjo en este sentido. Hasta el cansancio repitieron la imagen del hombre que por masturbarse desde niño iba “secándose progresivamente” hasta convertirse en una piltrafa humana.

Medicina obsesionada con el niño que insistía en tocarse los genitales porque sí, sin tener la maduración adecuada para comprender ese placer y direccionarlo sanamente. La imagen del niño que se toca desatendiendo toda indicación en contra, toda orden y todo castigo, que no acepta su proscripción, es la imagen del enfermo mental del futuro, que irá progresivamente debilitándose con cada roce.

La sexualidad infantil es junto a la homosexualidad dos imágenes extremas de lo que la psiquiatría del novecientos entendía como inutilidad máxima en las formas de la sexualidad, que no servían absolutamente para nada, puro goce inútil. Solamente con Freud la sexualidad infantil tomará en parte otro camino, a pesar de que considerara según nomenclatura psiquiátrica al niño un perverso polimorfo, ya no será patológica ni dañina la masturbación, sino que se transformará en un episodio normal dentro del desarrollo infantil. Freud otra vez, al lado de los psiquiatras de su época, era extremadamente progresista, ya que estos consideraban todo tipo de males para el niño masturbador y una segura condena en la enfermedad si perseveraba en su placer solitario.

Basta revisar los casos clínicos de la época para situar a la sexualidad infantil en un lugar preponderante en la genealogía del enfermo mental. Todos los casos reconstruidos de perversos adultos, comienzan su carrera de degenerados sexuales con la persistencia en una empecinada práctica masturbatoria que es imposible de evitar, que es incoercible a toda autoridad, el placer autoerótico los domina desde niños y luego de adultos los pierden en el descontrol absoluto de un goce que los toma y los somete.

Darder (1941) consideraba al niño como un ser insuficiente al que le faltaba el gobierno pulsional, viviendo principalmente atrapado en la dimensión imaginaria y por lo tanto podía por pura irresponsabilidad y fantasía abandonar el hogar y la familia. La fuga hogareña es una gran preocupación psiquiátrica del novecientos que propondrá un control cercano de padres sobre los hijos.

Resume el pensamiento psiquiátrico de la época de un modo magnífico afirmando que el niño anormal, vicioso y perverso era un: “…triste fruto de la herencia vesánica y alcohólica, sin dejar de reconocer que a estas causas hereditarias se agrega generalmente una pésima educación y la influencia nefasta de un medio inmoral y pervertido. En estos casos la vagancia es el corolario obligado de su inadaptabilidad, estos niños indisciplinados y crueles, viciosos, no se encuentran bien en ninguna parte, por eso toman los caminos para vagar sin brújula, robando para comer y destruyendo por el simple placer de destruir.” (Darder: 45)

Santín Carlos Rossi afirmaba en este sentido: “Ora, en fin, es la infancia delincuente y vagabunda, sobre la cual tiene su signo de interrogación el mañana incierto, o la nueva generación sobre la cual se cierne el fantasma de la imbecilidad, fragmentos humanos que purgan al margen de la sociedad el crimen que ésta produjo en su seno, al forjar para la vida una célula agotada por las durezas de la lucha, o impregnada por Baco y la Venus pecadora.” (1914: 4)

Los niños pasaron a estar bajo sospecha de una anormalidad siempre amenazante. En la época comenzaron a asombrar los actos criminales cometidos por niños, desde pequeñas ilegalidades hasta actos terribles. La imagen elegida para representar el trabajo es la del célebre criminal infantil “el petiso orejudo” quien en la década del 1910 atemorizó a Buenos Aires con el asesinato de varios niños. Fue una imagen extrema y radical pero que mostró la necesidad de ocuparse de la infancia de un modo absolutamente novedoso. El niño se volvió alguien peligroso en sí mismo no sólo por lo que era sino por lo que podía ser.

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Referencias:

  1. Dedicaremos un trabajo especial al lugar de las mujeres en la psiquiatría del novecientos.

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Bibliografía:

  • Darder, Ventura. (1941). La higiene mental y el problema de la vagancia. En: Revista de Psiquiatría del Uruguay. Año 1941. S/d número, Montevideo
  • Chans, Juan Carlos. (1941). Cursos de higiene mental para estudiantes normalistas y enseñanza de higiene mental a escolares. En: Revista de Psiquiatría del Uruguay. Número 34, año 6. Montevideo.
  • Chans, Juan Carlos. (1946). Funciones de la clínica de la conducta. En: Revista de Psiquiatría del Uruguay. Año 11, número 63. Montevideo.
  • De Laburu, José A. (1943). Anormalidades del carácter. Segunda Edición.Mosca. Montevideo.
  • Foucault, M. (2000). Los anormales. FCE. Buenos Aires.
  • Rossi, Santín Carlos. (1914). El alienado y la sociedad. Asistencia y Legislación. Montevideo.
  • Sicco, Antonio. (1948). Personalidades psicopáticas. Librería y Editorial El Ateneo. Buenos Aires

Fabricio Vomero

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