¿Para qué vamos al psicólogo?

¿Para qué vamos al psicólogo?
Foto: Lum3b

Por Agustín Tosar

¿Por qué ir al salón donde trabaja un psicólogo a hablar de uno mismo? ¿Por qué no hacerlo en un espacio más cotidiano, con la persona de confianza que se encuentre presente o a la que pueda uno citar para la ocasión? ¿Cómo medir la sabiduría misteriosa que guarda ese «profesional», y su posibilidad de ayudarme desde ella? Los relatos de quienes se han adentrado en la aventura son heterogéneos. Los hay satisfechos; dicen que su vida ha cambiado y no podrían ser quienes son sin haber perseverado en la asistencia al consultorio. Los hay enojados; se sienten estafados; su vida ha empeorado desde que el psicólogo los capturó en su consultorio convenciéndolos de que era necesario seguir yendo, apelando a su confianza ciega, nunca sustentada en un resultado comprobable. Los hay neutrales; lo han hecho y no saben si recomendarlo o no: a veces creen atisbar un efecto concreto de la terapia en sus vidas, funcional al bienestar; y a veces se preguntan si acaso eso no estuvo siempre, y si es su necesidad de respaldar el tiempo invertido la que los lleva a querer identificar esas señales.

Pues, la pregunta se presenta inminente: ¿qué beneficios se obtienen de ir al psicólogo? Y me abocaré en la difícil tarea de seleccionar las palabras esquemáticas intentar responder este interrogante.

En la terapia uno se conoce más; siempre hay lugar a dudas. Es bueno interrogarlo, pero el resultado es contundente: la terapia afila el auto-conocimiento. ¿Cómo sucede? Intentaré dar un esbozo descriptivo de este proceso.

Durante la terapia uno habla y dice cosas, movido por los mecanismos de las asociaciones subjetivas y los direccionamientos del deseo (a dónde se termina llegando y a dónde se quiere llegar). En este proceso de despliegue, el paciente-hablante se enfrenta a determinadas experiencias de auto-iluminación, momentos de decir o callar voluntariamente cosas que su mente llama a decir, a las que está acostumbrado a olvidar en su vida cotidiana, a no reconocer como verdades propias. Quizás a sentir como textos que salen cuando se «deja llevar» y a los que siente que los otros, en general, no estimulan ni habilitan su puesta en palabras. Porque las censuras siempre están presentes en los contextos cotidianos de sociabilidad, y están asimismo presentes en nuestra historia, marcándonos el terreno de lo decible. Son verdades que todos tenemos como flotantes, al costado de uno mismo, intranquilizándonos los días, que no se afianzan como parte constitutiva del ser propio, y quedan relegadas. Entonces, se las termina nombrando cuando el contexto del intercambio con un otro es propicio al despliegue; es decir: a la desobediencia de la censura. El encuentro clínico no sólo es un contexto propicio al despliegue sino que además es un contexto que lo necesita, empuja y estimula.

La censura no es necesariamente el producto de una educación recibida en la infancia y la adolescencia; es producto de un entramado social siempre en construcción. La apariencia de determinismo de las edades tempranas se debe a la rigidez de muchas personalidades, que precisan de estacas para clavar sus límites y frenar la expansión de su mundo de lo posible (convicciones irrevisables).

Las «verdades relegadas» consiguen hacerse propias a través de la insistencia en el concepto, atravesando las distintas resistencias que puedan operar en cada uno y nos hacen eludir la idea que se siente como polémica, símbolo de intrigas. Cuando la puesta en palabras del concepto es acompañada del sentimiento se realiza la vivencia de la verdad. Esto sucede cuando se llega al concepto a través de una dinámica auténtica; cuando el mismo emerge del contexto del encuentro y no de su pre – diseño estereotipado. Es un proceso que en la medida en que reaparece facilita la integración de tal verdad al núcleo de la persona y liberando a la misma de determinados miedos y ansiedades, que están vinculados a tal relegamiento. Cuando los fantasmas disminuyen, el pensamiento y la vida misma se reorganizan de una forma más saludable, en un proceso progresivo de destape y surgimiento propio.

Si bien es un proceso que el paciente atraviesa en su interior, para la realización del destape es importante la agudeza del psicólogo, que le permite reconocer esos conceptos importantes y relegados a un costado en el universo del paciente. A veces nombrarlos, a veces señalarlos cuando el paciente los nombra; ponerlos en juego en el encuentro y trabajarlos, si es oportuno hacerlo.

A veces ir a terapia tiene que ver más con un acompañamiento frente al atravesamiento de situaciones complicadas que posibilitan un alivio de la carga. Otras veces con la ansiedad por la necesidad de tomar decisiones importantes en momentos de parálisis. Muchas veces estos motivos son los manifiestos, y la búsqueda real es más profunda -la de uno mismo-, ese tan trillado y devaluado aforismo presente en literaturas y canciones. El paciente, por ser un sujeto en este mundo cargado de complejidades – hipocresía, doble sentido, adoctrinamiento, amenaza, pacto tácito, fidelidad obligada, sugestión, ambivalencia, sufrimiento, demandas- puede sentirse capturado por una ansiedad que lo llama a una transformación que no entiende bien a qué se refiere. Por suerte aún siente, busca, pelea, aún puede llevar al acto la idea de trabajar en sí mismo.

La terapia siempre apunta a la producción novedosa, que se opone a la inhibición y la reiteración que acongojan. La producción de la novedad o el resurgimiento productivo de lo que ya estaba. Para producir se hace necesario un ritmo. Una frecuencia que impide que el proceso de producción se inhiba por la cotidianidad.

La terapia tiene potencial transformador porque se produce desde el vínculo con un otro. Aun cuando lo que se busque sea una verdad ambiciosa, como el sentido de la vida o la revelación de una verdad personal, lo que sucede en el encuentro terapéutico saca a relucir y trastoca la relación del sí mismo con la otredad. Hablo de esos vínculos profundos, estructurantes, casi omnipresentes, que hacen que uno no termine de sentirse del todo solo aun cuando está en soledad, y que condicionan los vínculos reales con otros. Desde la terapia vincular podemos entender que los vínculos fundan sujetos, más que al revés. Por eso la reflexión individual no tiene el potencial revelador que tiene el expresar y pensar en un vínculo terapéutico, sostenido.

Integrar enfoques distintos en terapia implica entender que investigadores y clínicos que se lanzan a la exploración de la mente y la conducta han llegado y llegarán a conclusiones y hallazgos que son traducibles al lenguaje común. Una idea bien simple, pero profunda al mismo tiempo. En algunas escuelas más, y en otras un poco menos, la creación de una cultura propia, anclada en neologismos, es el mecanismo de diferenciación que da identidad y pretende salvaguardar a la verdad en su seno. Para esto, además de los neologismos, se recurre a la estigmatización del otro (otros enfoques) desde el discurso institucional, académico e intelectual. Se describen los defectos de otras terapias distintas a la propia de forma caricaturesca y sensacionalista, para justificar la exclusión de sus hallazgos. En este sentido, podemos decir que ocurre lo mismo con las escuelas de psicología que con los movimientos político-sociales y grupos ideológicos. Aún más: la estigmatización responde –siempre-a una diferenciación discursivo-ideológica (política) y no a una de tipo científico o metodológico.

En última instancia, es importante entender que todas las escuelas apuntan a la comprensión de la persona que llega al consultorio, y al descubrimiento de maneras de colaborar con su bienestar. Es cierto, claro, que se diferencian en cuanto al piso epistemológico y antropológico desde donde se levantan sus conceptos y postulados: para unos desde el arte y la poesía, para otros desde la funcionalidad social, y para otros desde la cultura de influencia oriental, que versa sobre la completud y el auto-sostén. Pero este origen genético de cada una no alcanza para poder seleccionar con garantías el mejor enfoque para uno mismo. Se puede saber cuál gusta más, cuál entretiene más, cuál uno desea más que fuera la disciplina con potencial explicativo de la realidad del universo del paciente. Pero la verdad no se adaptará a nuestros intereses. Cuando el terapeuta se coloca bajo la normativa del enfoque de una institución específica en psicología se pierde de poder escuchar, dialogar con y operar sobre asuntos que no están incluidos en el mundo de lo posible en la mirada propia de la disciplina. Esos asuntos, que pueden ser fundamentales, muchas veces son excluidos, no escuchados, o -peor aún- traducidos deliberadamente a un formato que encaje con un concepto propio de la disciplina. La terapia corre riesgo de volverse así un ejercicio disciplinante, en vez de uno liberador.

Otra verdad que considero nefasta del disciplinamiento de las escuelas en psicología es que todas intentan apoderarse del «amor», tal como lo ha hecho la religión. Desde unos se visualiza más como lo «real», desde otros como lo funcional (el respeto, los gestos, etc.), y desde otros como la realización de la evolución humana (un amor que además de sentimiento implica desear la libertad del otro). Es el intento vicioso de las instituciones de corte humanista por apoderarse de eso que todas las personas asocian a lo bueno y bello. Pero el amor no puede institucionalizarse; es público. Es un concepto resbaladizo resultante de la experimentación y explicación de todo el que quiera hacerlo, con o sin estudios- e íntimo -porque lo siente cada uno desde sí mismo y no desde los discursos propuestos-.

Hay una dialéctica que se pone en juego y se desarrolla implícitamente en toda terapia productiva, que es la del juego y la verdad. La vida adulta consiste en una serie de acontecimientos cotidianos en donde la verdad (con minúscula -la verdad que todo problema llama a desentrañar para eliminarlo-, la verdad de los valores propios, la verdad de los acontecimientos, etc.) se presenta como valor objetivo (en el sentido de meta), ahí donde en el juego (asociado a lo infantil) el objetivo se presenta como disfrute. Esta peligrosa distinción acongoja a los cuerpos desde la culpa, cuando se entregan al disfrute en contextos donde sienten que rige la verdad (la buena realización de la tarea) y también desde la angustia que se produce al sentir la falta de disfrute y la búsqueda de la corrección. Cuando lo que se busca es un encuentro productivo al bienestar, deben entenderse ambos planos como importantes y no caer en la ingenuidad de considerar uno en detrimento del otro, como sucede demasiadas veces.

Agustín Tosar
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