Clínica de la adolescencia: de padres e hijos

Clínica de la adolescencia: de padres e hijos
Foto: Andreina Ibarra

Por Adriana Bauab

Si decimos clínica de la adolescencia, anunciamos que tiene una especificidad correspondiente a una etapa de la vida que no necesariamente coincide con la de la pubertad,  la pubertad definida como esa primera fase de la adolescencia en que se manifiestan los cambios físicos y psíquicos del paso de la infancia a la edad adulta. Efectivamente la adolescencia, como posicionamiento subjetivo, puede extenderse por mucho más tiempo que lo que los cambios orgánicos y fisiológicos requieren.

En este tiempo de la estructura en que tiene lugar el sellado fantasmático, la angustia como afecto principal generalmente se presenta bajo diversas modalidades. En el mejor de los casos se reedita permanentemente para el adolescente la pregunta por el ¿che vuoi?, qué me quiere el Otro. Al que ubica y personifica en los diversos escenarios de su universo simbólico. La queja disfrazada por la inhibición, el síntoma, la cólera, son los modos de expresar el desacomode fantasmático. Recordemos que desde los tiempos instituyentes y por estructura el deseo del Otro, indispensable para la constitución subjetiva, el infans, la experimenta en plus, como exceso, como goce, como goce del Otro.

Es el goce del Otro, del cuerpo del Otro, que dispara el circuito pulsional y encamina al sujeto hacia una satisfacción siempre paradojal. Cuando no es la pregunta por el ¿che vuoi? lo que vehiculiza la demanda, son el acting out, o el pasaje al acto los escenarios posibles donde el adolescente intenta, clama por algún límite que reordene el desborde pulsional.

Implica el tiempo en que se abandona un cuerpo de niño, aunque aún no se ha asumido el del adulto, en que se quiere prescindir de los padres de la niñez pero aún se los precisa, en que se comienza a participar de nuevas actividades al modo de ritos iniciáticos como son el viaje de egresados, la preparación de un examen o el primer baile. Todo ello implica la posibilidad de asumir nuevas libertades. Precisamente la angustia es señal del anuncio de una posibilidad de libertad. Frente a la angustia, es el Nombre del Padre que una vez más aporta, si el sujeto se sirve, ese límite propiciatorio, de modo que las nuevas libertades sean la oportunidad de asumir nuevas responsabilidades

La turbulencia libidinal en el cuerpo adolescente se agita con un ímpetu desconocido y reclama una reacomodación que requerirá tiempo y esfuerzos para el aparato psíquico.

Es una etapa de metamorfosis (umgestalungen), “Metamorfosis de la pubertad” la denomina Freud, que alude a una transformación radical. La dirección de la cura cursará en medio de esa transformación que exige una plasticidad suficiente como para operar en una estructura plena de cambios.

Estos cambios y transformaciones se producen en el cuerpo real, imaginario y simbólico. Lo que da cuenta del adolecer propio de este recorrido.

En esta ocasión llamamos cuerpo real al que está afectado por los cambios hormonales característico de este período que hacen al desarrollo de los caracteres primarios y secundarios propio de cada sexo. De los genitales, de las mamas, de la aparición de vello pubiano y del crecimiento concomitante de miembros y distintas partes del organismo. Esta explosión hormonal enfrenta al joven a una conmoción de su esquema corporal.

Tal como lo muestra el modelo óptico que Lacan utilizó para concebir al yo, ese cuerpo real es inaccesible para el sujeto, queda debajo de la caja. Es sólo por el interjuego de imágenes reales y virtuales que el sujeto accede a una constitución yoica.

A partir de esas transformaciones del cuerpo real, la proyección de la superficie en que se reflejaba el cuerpo imaginario, matriz de la constitución yoica ha sido fuertemente sacudida y la imagen que el espejo le devuelve al adolescente no siempre le produce júbilo. Es el yo ideal como superficie y también como primer objeto de amor de la libido que es afectado por el cimbronazo de lo real. Este es el cuerpo imaginario que el adolescente intenta aprehender e incorporar.

El cuerpo simbólico, es cómo el lenguaje intenta decir esas transformaciones -esas umgestaltungen-. También él adquiere nuevos giros. Podemos hablar del lenguaje propio de los adolescentes que fabrican neologismos y una jerga propia, como un intento de a través de un lenguaje común a ellos, apropiarse de una identidad que se les escapa.

En «Infancia e historia», Giorgio Agamben propone algunas reflexiones respecto de la significación. Siguiendo a Benveniste, distingue dos modos diferentes de significación, el semiótico y el semántico. El primero designa el modo de significación que es propio del signo lingüístico y afirma que la única pregunta que el signo suscita es si existe o no. Por ejemplo si digo mesa, todos sabemos a qué me refiero. Si cambio una letra en esa palabra y por ejemplo, digo tesa, ya no saben de qué hablo. Ese es el valor sígnico o semiótico. En este campo de la significación el signo es pura alteridad, es diacrónico, distinto a los otros.

Con el modo semántico nos referimos a otra significación que es la del discurso. Este orden se identifica con el mundo de la enunciación y con el universo del discurso.

Lo semiótico se caracteriza porque el signo sea reconocido como elemento propio de una lengua, es la pura lengua. En cambio lo semántico resulta de una actividad del locutor que pone en funcionamiento la lengua y forja un discurso que intenta que sea comprendido.

 

 

Agamben se pregunta cómo se pasa de una significación a otra, de la semiótica a la semántica. En términos de Sassure como se pasa de la lengua al habla.

Ese pasaje supone la dimensión histórica de la infancia. Lo que se designa infancia, el hecho que el hombre se historice y tenga una infancia es lo que promueve que se construya como sujeto en el lenguaje. Rompe así el mundo cerrado del signo y entra en el universo abierto del discurso.

Para constituirse como sujeto del lenguaje debe despojarse de la infancia, transformar lo semiótico en semántico. El hombre se historiza haciendo ese pasaje de la pura lengua al discurso.

Una de las primeras características de los adolescentes es que fundan una jerga propia colmada de neologismos y giros idiomáticos. Inventan un discurso como intento de enlazarse entre ellos, como de reconocerse adoleciendo de lo mismo, para diferenciarse del resto de los mortales y también de inscribirse en una especificidad simbólica que legalice su identidad como distinta de la infancia.

Tal como propone Agamben, el hombre para historizarse debe dejar atrás la infancia y esto requiere el pasar de la significación semiótica a la semántica. Me recuerda una indicación que da Freud en la Metamorfosis de la pubertad.

Hablando de la pubertad como ese segundo despertar sexual dice así: “Simultáneamente al vencimiento y repulsa de las fantasías incestuosas tiene lugar una de las reacciones psíquicas más importantes y más dolorosas de la pubertad, la liberación de la autoridad de sus padres… por lo cual queda creada la contradicción entre la nueva generación y la antigua tan importante para los avances de la civilización”

La contradicción entre las fantasías incestuosas y la liberación de una autoridad paterna a la que ya no toleran es manifestada en primer lugar por esa utilización transgresora del lenguaje. Palabras obscenas, desatinos verbales, mutismos extremos en presencia de los adultos, dan cuenta de ese desencuentro permanente del adolescente con los otros pero también consigo mismo. Y de la necesidad de inscribir simbólicamente, en el mejor de los casos, ese malestar.

En muchas consultas por adolescentes, lo que desencadena la demanda ya sea de los padres o del mismo adolescente es la dificultad para atravesar ese doloroso episodio de la separación de la autoridad de los padres. ¿Cómo ayudar a ambos, a padres y a hijos, a abandonar la infancia? El hijo de la infancia, el cuerpo de la infancia, los padres de la infancia, el lenguaje de la infancia y aceptar que la infancia pertenece a un pretérito irremediable.

Este tiempo está fuertemente impregnado por la dificultad de lo propio de la significación semántica, es decir de la imposibilidad de que haya alguna comprensión entre una generación y la otra. Quedan ambos girando en torno a su propio mundo cerrado de discurso, casi como si hablaran lenguas diferentes.

Siempre que un padre consulta por un hijo es porque reconoce una insuficiencia para ejercer su función paterna. Si su hijo es aún un niño, muchas veces la consulta demanda apuntalarse como padre, tal como era el caso del padre de Juanito con Freud. Si es un adolescente a esto se suma una demanda subyacente sobre cómo aceptar y promover esa separación de su propia autoridad.

La angustia es una manifestación permanente en esta etapa que acompaña a padres y a hijos frente a los cambios que se avecinan. Es el tiempo en que como única traducción subjetiva de la presencia del objeto, la angustia anuncia la posibilidad de un corte propicio, para unos y otros.

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Fuente: Clínica de la adolescencia. De padres e hijos. (2012, junio 24). El Sigma. Recuperado a partir de http://www.elsigma.com/introduccion-al-psicoanalisis/clinica-de-la-adolescencia-de-padres-e-hijos/12419

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