¿Qué hay detrás de la declaración de amor?

¿Qué hay detrás de la declaración de amor?
Ilustración: Laura Sandoval

Por Adriana Frechero

(Presentación para la Jornada “Hacia vínculos afectivos libres de violencia entre jóvenes y adolescentes”, organizada por el Consejo de Educación Secundaria para el colectivo de docentes. Noviembre, 2016.)

Mi contribución para hoy se desprende de la labor cotidiana que ejerzo como psicóloga clínica trabajando en psicoterapia individual y de pareja. Desde hace veinte años vengo incursionando y reflexionando en torno a las relaciones intergénero y observando muy de cerca los desencuentros entre varones y mujeres. De ahí que mis abordajes se sostengan en una concepción de sujeto abarcativa de los modos particulares en que las personas construyen sus posicionamientos de género y desde ahí, sus vínculos.

Por eso quisiera compartir con ustedes algunas ideas que parten de una mirada sobre lo “micro”, es decir, sobre ese espacio singular del encuentro entre las personas. Los invito a que hagamos juntos un ejercicio de elucidación sobre lo que acontece en ese territorio íntimo que se construye de a dos y que escapa a la mirada pública.

Elegí partir de una pregunta tal vez incómoda: “¿Qué hay detrás de la declaración de amor?” ¿Es que hay algo detrás; algo más que amor? ¿Y por qué habría de haberlo?

La pregunta nos descoloca porque interpela un sentimiento que está instalado en el imaginario social como una expresión pura y positiva: amor de amigos, amor filial de madre y padre, de hermanos, el amor de pareja. Sin embargo, interrogarlo y pensarlo en acción, nos lleva a una mirada deconstructiva que deja a la vista su complejidad.

Pensar el amor en acción es pensar en clave de “vínculos”, es decir en las dinámicas entre el Yo y el Otro. Usaremos aquí el término “otro” para referirnos tanto a un otro concreto y singular, (otro: amigo, vecino, rival, novia, estudiante, etc.), como a los otros del entramado colectivo. Es decir, todo lo que correspondería al “no yo”. Por otra parte el “Yo”, es donde se expresa el sentimiento de sí que sostiene la identidad individual de cada sujeto.

¿Por qué nos vinculamos? Porque necesitamos desesperadamente del otro.

Llegamos a la vida con la marca del otro. Mucho antes de “ser” fuimos el deseo de alguien, una fantasía que el tiempo fue cargando de múltiples significaciones. Llegamos al mundo aún inmaduros, con un equipamiento biológico precario que nos hace dependientes. Es a partir de esos otros, de la trama vincular que arman con el recién llegado, que se va construyendo el sujeto. Por eso decimos que el otro nos funda y nomina; nos reconoce y recibe; nos dice quien somos. Nos ubica en la cadena de las generaciones y así otorga pertenencia al colectivo. No hay sujeto sin el otro. Porque es él quien subjetiva al Yo en el acto de reconocerlo como sujeto. Y para que este reconocimiento exista, es necesario que simultáneamente el Yo reconozca también al otro como tal.

Entonces, el otro es al Yo su habilitador y su límite.

De ahí que lo que cimenta y funda el vínculo es una tensión irresoluble y paradojal, un movimiento recíproco entre autonomía y dependencia, entre afirmación de sí y reconocimiento del otro. Los modos en cómo se regule esta tensión, determinarán a su vez los movimientos de otra variable intrínseca a los vínculos: el poder. Cuando esta tensión paradojal se desquicia, se quiebra en detrimento de una de las partes, surge la violencia y se pervierte el vínculo.

Algunos ejemplos cotidianos: cuando el niño pequeño comienza a decir “no” está ensayando las primeras afirmaciones del sí mismo y aprendiendo a regular la tensión con el otro, a partir del límite o tope que le haga el adulto. Si esta función del adulto falla por alguna razón, el niño se pierde en la soledad del sí mismo sin contar con el reconocimiento subjetivante del otro. Sin sujeto a quién reconocer, tampoco será reconocido.

En el mundo educativo, la persona del docente se instituye como tal a partir del aval que la sociedad ha hecho de su formación y experticia. Pero esto se pone en acto y adquiere vitalidad en el día a día, cuando en el encuentro se efectivizan los reconocimientos recíprocos y los estudiantes la invisten en el rol. No hay docentes sin estudiantes.

Por eso, un miedo universal es la desaparición del otro, en tanto supondría la desaparición del Yo. La antigua figura del destierro constituía un severo castigo por parte del Estado, sólo superado por la pena de muerte; el sujeto era condenado a una vida ignorada, sin otros que oficien de testigos de su existencia. Este castigo tiene hoy su expresión en la discriminación y marginación que sufren algunos jóvenes cuando son expulsados de su entorno social y pierden las pertenencias. El sufrimiento psíquico en estos casos da cuenta justamente de la caída de los reconocimientos, el Yo se debilita y empobrece.

Vayamos ahora a las características que adquiere esta tensión paradojal, fundante del vínculo, en una relación de amor erótico o relación de pareja. En primer lugar, debemos contextualizar estas relaciones en el marco de nuestra cultura patriarcal. Sin pretender analizar aquí las estructuras profundas que fundamentan este paradigma, sí importa recordar que el patriarcado es mucho más que una organización social y política, es una concepción filosófica e ideológica que impregna el conjunto de representaciones simbólicas que configuran nuestras subjetividades, dado que la cultura nos constituye.

 

 

El patriarcado se sostiene en la idea de UN sujeto universal: el hombre; donde “hombre” queda asimilado a varón y lo diferente es “lo otro”, definido por su negatividad, “no hombre”: mujer. El lenguaje cotidiano lo ilustra claramente, acaso ¿no decimos hombre y mujer, como si ella no fuera parte de lo humano -hombre-? El supuesto patriarcal establece una lógica jerárquica de desigualdades pre- existentes al sujeto, asignando roles, atribuciones y sensibilidades que construyen los estereotipos. Sobre la diferencia biológica la cultura asienta las regulaciones de género con sentido dispar y construye un mundo según los códigos del “hombre-varón”; así, la mujer llega a un mundo extranjero.

Este es el territorio donde se fundan los vínculos de pareja heterosexuales, sobre asimetrías previas que ya configuraron las mentalidades de los protagonistas a través de las representaciones sociales acerca del amor y la pareja, que habitan de modo disímil a varones y mujeres. Distintas expectativas, anhelos y modos de privilegiar o no este vínculo, diferentes disposiciones para albergar al otro, a la entrega afectiva y el cuidado, más o menos centralidad de la figura de la pareja en el proyecto de vida, mayor o menor capacidad de renuncias personales, etc. El problema no son las diferencias en sí mismas, sino que éstas se cristalizan asociadas a territorios de poder muy desequilibrados en torno a las subjetividades de género.

La función de reconocimiento del otro en tanto sujeto supone un trabajo psíquico importante de aceptación de su diferencia radical, esto es, una zona de ajenidad a la que no tenemos acceso. Simplemente es y debe ser aceptada. Pero si junto a las diferencias, la cultura ha establecido una asimetría jerárquica entre ellas, entonces la función de reconocimiento estará facilitada en dirección al UNO privilegiado y dificultada hacia el OTRO distinto; por otra parte, la afirmación de sí será promovida en el varón e inhibida en la mujer, más inclinada a atender las necesidades de la figura valorizada que a privilegiar las propias. Esta tendencia ampliamente investigada, provoca buena parte de los “sufrimientos vinculares” en las parejas y está en la base de las violencias de diferente orden.

La vigencia de viejos mitos idealizantes del amor, como son las formas románticas con sus connotaciones pasivizantes y engañosas para las mujeres, así como el mito heroico en los varones, que alimenta la exacerbación de las pulsiones hostiles, son ejemplos de la fuerza de transmisión de estas estructuras ancestrales.

Las corrientes psicoanalíticas con perspectiva de género han estudiado profusamente las afectaciones que operan desde la cultura en las construcciones del psiquismo singular. Un ejemplo significativo es cómo el silenciamiento de los protagonismos femeninos en la historia y la cultura, así como las escasas figuras de mujeres que alcanzan lugares relevantes en los espacios públicos, han dejado a este colectivo huérfano de modelos identificatorios que fortalezcan la valoración de sí, más allá de la figura de la madre tradicionalmente idealizada. Este déficit de representaciones narcisizantes actúa en detrimento de la autoestima de las mujeres y favorece la idealización del varón –como figura de poder y potencia-, construyendo la llamada erogeneidad subordinada. Este es sólo un camino de los muchos posibles para pensar los modos de configuración de las subjetividades vulnerables.

Otro ejemplo lo constituyen los diferentes destinos de las pulsiones hostiles que se promueven para varones y mujeres. En tanto a ellos se los orienta hacia la acción y la exteriorización de la agresividad –pensemos en los ritos violentos de iniciación en el universo masculino y sus modos de resolución de conflictos intragénero-, las mujeres son educadas –aún hoy- hacia un modelo de valores de cuidado y ternura –impregnado por los ideales de la maternidad-, donde no hay cabida para la expresión de los sentimientos agresivos propio de lo humano. Esto redunda en ellas en la inhibición y vuelta contra sí misma de las pulsiones hostiles. Algunas expresiones clínicas como los trastornos de alimentación y las depresiones, dan cuento de ello.

Si bien en las relaciones humanas de cualquier naturaleza siempre existe un nivel de violentación en la medida en que el otro pone un límite y obliga al reconocimiento, en las relaciones amorosas –especialmente las heterosexuales-, la tensión paradojal que describimos antes como fundante del vínculo, se encuentra desbalanceada desde el inicio por efecto de las disparidades patriarcales. A este desbalance pre-existente e invisible, lo podríamos considerar como una violencia estructural, porque habita el vínculo desde su comienzo, lo antecede, lo constituye.

De esta manera, planteo que la violencia no es un punto de llegada sino un punto de partida. Desmontarla, será uno de los trabajos del vínculo.

Además, como estos fenómenos se encuentran en la zona impensable de la cultura, pasan inadvertidos en las etapas fundacionales de las relaciones, donde se asientan “las reglas del juego”. Entonces, con frecuencia vemos surgir ciertas gestualidades de pequeños maltratos que se van dejando pasar hasta constituir un franco funcionamiento violento. Se trata de lo que Bonino llamó microviolencias. Se expresan en formas distintas de control sobre el otro, descalificaciones sutiles que horadan la autoestima, actitudes manipuladoras, demandas asfixiantes, desconocimiento de las necesidades del otro. Estas microviolencias van sedimentando en procesos de desubjetivación del otro (pérdida de los atributos de sujeto) hasta dejar a la vista la dupla dominación/subordinación, que yacía silenciosamente.

Las distintas formas de violencia no son patrimonio exclusivo de un género, pero sí son promovidas para unos e inhibidas para otras, a través de las posiciones asignadas en el socius con sentido inequitativo. Para que la violencia se efectivice, es necesario además que al extremo dominación le acompañe una disposición subordinada capaz de renunciar a algunos aspectos del sí mismo.

La declaración de amor marca el comienzo de la puesta en acción de toda esta maquinaria cultural y simbólica en uno de los espacios más íntimos y ocultos de la vida. Maquinaria que continúa reproduciéndose a través de los modelos identificatorios, las representaciones sociales y los aparatos institucionales.

Importa visibilizar lo que se esconde tras la declaración amorosa -especialmente las amenazas de la violencia estructural subyacente- para subvertir las lógicas hegemónicas con nuevos acuerdos innovadores capaces de cuestionar los estereotipos, que idealicen menos y negocien mejor.

Junto a los cambios jurídicos que estamos haciendo en materia de derechos, es preciso profundizar las transformaciones subjetivas en unas y otros y revisar las políticas amatorias que operan en los vínculos de pareja y orientan luego a quienes se identifican con los modelos adultos. Y este es un trabajo de todos –mujeres y varones-, en el día a día de nuestros ejercicios laborales, ya sea en el aula o en la intimidad de los consultorios.

Adriana Frechero
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