Piel de hombre: algunas construcciones sobre la masculinidad hegemónica en torno a lo cutáneo

Piel de hombre: algunas construcciones sobre la masculinidad hegemónica en torno a lo cutáneo
Foto: Richard Dunstan

Por Ruben Campero

“No conozco como sentir. Yo puedo decir que siento mi cuerpo, y por ahí nomás, por ejemplo si algo me duele o estoy cansado, es decir lo que te avisa si algo no anda bien. Pero si me decís que siento con la ausencia de alguien en mi vida, o la angustia por mi divorcio, ni idea. Es como que el corazón tuviera una coraza a la que hay que romper para ir a la parte blanda, sacar esa corteza, esos callos, esa dureza, que le salió en la superficie para no sentir. Ahora que te digo eso, se me viene Andrea y aparece en mi cabeza que con este tema ella es como un colchón en el que me puedo tirar y sólo ver que pasa, sin tener que sostener nada ni a nadie, y que además a ella le gusta que yo haga eso. ¿Cuándo es que realmente me entrego? Yo sé que hasta ahora todo lo he pensado, pero captar lo que está detrás del llorar es algo que descubrí realmente, aunque claro, no lo tengo aún a flor de piel”

(paciente hombre de 38 años)

El género en tanto “…universos de significaciones imaginarias  – que son construcciones sociales – que delimitan lo femenino y lo masculino… y que conforman el lenguaje que precede a la constitución de los sujetos de una cultura” (Fernández, 2009: 63), se plantearía como variable de construcción de subjetividad a través también de lo social y epocal. La estabilización de dicha subjetividad en clave de género, se actualizaría mediante performances (Butler, 1999), es decir actos sociales y corporales que re-citan y evocan supuestas esencias dicotómicas masculinas y femeninas, constituyéndose en modelos identificatorios idealizados e irreflexivos de lo que se debe y desea ser en términos de hombre y mujer.

Por su parte la cultura patriarcal pondera un tipo de masculinidad para garantizar una determinada circulación del poder. De esta forma la masculinidad hegemónica se constituiría en aquel modelo que se impone y reproduce como práctica e identidad de género obligatoria en todos los hombres (Connell, 1995) para tomar como natural la dominación por parte de quienes encarnan ese modelo de masculinidad, sobre las feminidades y “otras” masculinidades (las subalternas).

En tanto que «dos procesos centrales en la forja de la masculinidad son la separación y la negación de lo femenino por un lado y la necesidad de exhibición, demostración, afirmación y prueba que se es varón por otro» (Ruiz Bravo, 2001: 34), esa pelea constante por demostrar que se es masculino expresaría la vivencia que la masculinidad es algo que jamás se siente del todo propia, pero que se está condenado a perseguir como única posibilidad de confirmación identitaria.

Cuando un hombre debe «hacerse hombre» y estar a la altura de las expectativas masculinas; debe alcanzar el sitial de hombre valiente y duro, buen proveedor y responsable padre de familia. Cuando un hombre debe rendir en la cama (y en el trabajo) y “poder” con muchas mujeres; cuando  debe ser objetivamente frío al tomar decisiones para no “dejarse llevar” por las emociones, o desestima sus miedos por la urgencia de ser recio y valiente, sabe que el privilegio de manejar la circulación del poder lo expone a una paradójica subordinación generada por ese mismo poder que detenta, pero que aun así defenderá hasta con su propia vida.

Es así que con un cuerpo olvidado, no habitado, los hombres también deberán repudiar sus emociones (terreno considerado femenino), secando el llanto, anestesiando y acorazando su piel. Deben «ser todo un hombre», aunque no se sepa bien qué es eso. Un hombre objetivo, uniforme y descarnado, sin ninguna referencia a una afectividad que lo sensibilice.

Considerando con Anzieu (1998) que la piel proporciona las representaciones constitutivas del yo y sus principales funciones, resulta interesante reflexionar en torno a los cuerpos y las subjetividades que realizan performativamente esta masculinidad hegemónica, focalizando en las construcciones sobre la piel que hacen que la misma sea considerada y vivida como “piel de hombre”

Podemos concebir la piel como recubrimiento del self, como englobamiento y producción de continencia, sostén y organización de coherencia del sí mismo, que establece un límite y una comunicación entre un afuera y un adentro del sujeto, y desde donde se discrimina la otredad. La piel sería además una gran zona erógena, espacio de sentidos y sensibilidad, de (re) conocimiento, referente material de la empatía, del “tacto” que permite ponerse en “la piel del otro” en tanto alteridad. Órgano visible de expresión de contenidos sensibles y emocionales a través de la caricia, el abrazo, el frotamiento, la cosquilla, el golpe, el beso, el rubor, el erizamiento, la erupción, etc., y que también es procesada socialmente en base a su color, su edad, la forma en que luce y es tratada (heridas, callos, suavidad, tatuajes, limpieza, asperezas, exposición al sol, etc.), y por supuesto también en relación a las performances de género.

En ese sentido y de acuerdo a las prerrogativas estereotipadas de la masculinidad hegemónica, la piel de hombre será concebida y tratada en clave de rústica, seca y áspera dureza, con el objetivo de aprender a negar el dolor y el miedo (y la sensibilidad y el placer), en tanto forma de reafirmar los límites corporales en términos de escudo identitario contrafóbico de rudeza y ferocidad masculina, que lo diferencie y lo aleje de cualquier “suavidad” o “debilidad” dérmica temida por su aparente sentido femenino. Los tatuajes y cicatrices en el preso, las marcas de guerra en el soldado, la herida desestimada y exhibida como broma en el obrero manual, la nariz rota del boxeador, las manos ásperas y sucias del mecánico, etc. son algunas de las construcciones performativas que realizan desde lo cutáneo los ideales identificatorios y subjetivantes propios de la masculinidad hegemónica.

Piel loca de masculinidad que estará siempre lista para exponerse a la violencia del golpe en intento de anestesiar el miedo y el dolor, confirmándose así en una especie de prótesis de tecnología social contra-identificatoria (Greenson, 1968) con lo masculino, que materializa ese ideal de género a través del desapego con el propio cuerpo y la exhibición probatoria de galardones fálicos. De esta manera la piel así acorazada y aislada de lo emocional, funcionaría como soporte probatorio de la des-identificación con lo femenino[1] a través de la identificación proyectiva en clave misógina y homofóbica con esas “otras” pieles, las sensibles y delicadas, y por tanto inferiores y subordinadas, que se constituyen en la prueba de lo que no se debe ser y que por tanto nunca se fue ni nunca se perdió[2] (lo femenino) si es que se quiere ser considerado todo un hombre. Una piel masculinamente endurecida que terminaría siendo la evidencia pétrea y gélida del esfuerzo por negar la sensibilidad de la que alguna vez se formó parte.

De esta forma la piel, en tanto órgano sensible, podría considerarse una zona de peligro para la construcción subjetiva en clave masculina, en tanto para ser masculino hay que negar la pasividad que permite recibir la caricia, o la energía centrípeta que implica el contacto, el abrazo y la intimidad. Tal vez por eso los niños varones reciben precozmente desestimaciones de sus heridas corporales y del dolor que las acompaña, bajo la escusa aleccionante de “hacerse hombre”[3]. O tal vez por eso también muchos hombres se niegan a usar protector solar, en tanto implicaría reconocer que hay una piel sensible que requiere protección, obligando a dejar de lado la magalomanía fálica. Implicaría además frotarse, acariciarse, acicalarse, estimularse la piel en clave sensible. Por eso muchos hombres no se dejan tocar el cuerpo, incluso por sus compañeras sexuales mujeres, particularmente en zonas como las traseras por sentirlas reducto femenino.

 

 

Esta piel de hombre por tanto tenderá a expresarse centrífugamente para negar la receptividad de lo sensible, expeliendo, por ejemplo, secreciones corporales como forma de marcar su estatuto masculino: Escupir en la calle, expeler gases y bromear exhibicionistamente con su olor, eructar ruidosamente, tocarse la entrepierna y orinar en público, dar muestras constantes del desbordante deseo sexual, quitarse la remera en la calle cuando hace calor, sudar, eyacular, no tener frío, tener “olor a hombre”, etc. serían algunos ejemplos de esta expansividad masculina vinculada con la “soltura” y el desinterés por la apariencia (en intento de aparentar autonomía), que se realiza a través de la piel como escenario performativo de la negación de lo femenino.

Piel masculina que deberá exhibirse, es decir mostrarse antes que ser mirada (pasivamente) para lograr estar a la altura del ideal del yo mediante el espejamiento narcisista en miradas de valoración por sus proezas fálico-cutáneas (marcas, tatuajes, piercings, bíceps, cicatrices, heridas, etc.). En ese sentido no es del todo bien visto socialmente que un hombre cubra su piel en señal de pudor, ya que el mismo sería propio de aquellas pieles que están para ser miradas en tanto objetos de apropiación escópica por parte de lo masculino (mujeres y hombres masculinos subalternos). Un hombre nunca estaría realmente desnudo, ya que su piel no sería vulnerable o sensible al estar munida de atributos fálicos. Aquellos cuerpos que no tienen penen o no lo usan “como se debe”, tendrá sí que cubrir y decorar su piel, como justificación de su subalternidad cutánea y su condición pasiva de “mirables”

Exhibicionismo cutáneo en plan de protagonismo, que evidenciaría una fuerza masculina que avanza, que actúa autónomamente sin necesidad de caricias reconfortantes, una piel que provee, que es funcional y rendidora, que ejerce una acción de impacto sobre el medio y otros cuerpos, que toca con distancia emocional para no apegarse[4], para no reconocer la necesidad de otra piel. Piel olvidada y desestimada a causa de los gritos del deber ser, que lleva a muchos hombres a tener dificultades para identificar y concentrarse en lo que sienten, no sólo a nivel emocional sino también físico y cutáneo en relación tanto al placer como al displacer.

Piel que toca para no ser tocada y que por tanto no siempre logra generar apego, intimidad, contacto con otra piel en relación de simetría y paridad. Una piel que no se involucra en términos emocionales, que escapa a la entrega con otro por temor no sólo a disolverse y fusionarse en lo dependiente-pasivo-femenino, sino también por temor a ser demandada en su asistencia fálica-activa ante lo cual no podrá hacer otra cosa más que actuar y cumplir[5]. Es interesante destacar que al culminar el ritual católico de matrimonio, se suele escuchar la frase dirigida al novio: “puede besar a la novia”. Parece que el hombre puede besar, pero no ser besado.

Mucha de la adicción sexual que los hombres presentan, sustentada no sólo en aspectos de la propia singularidad biográfica sino también en una construcción subjetiva basada en la obligatoriedad de un erotismo cuantitativo, podría ser leída como otra de las tantas maneras para no sentir la piel. Devorar cuerpos con el objetivo de no detenerse a saborear, a riesgo a verse “afectado” y constituirse pasivamente en una piel que siente, puede funcionar como muralla de disociación narcisista que permite desestimar la necesidad de ser “tocado” por otro.

De esta manera la piel de hombre en clave sexual queda muchas veces subrogada a la piel del pene, la cual debe contactar precozmente con la mucosa vaginal como ritual masculino-heterosexual de iniciación. Pene que necesita “envainarse” en la vagina para dejar atrás aquella piel sensible del pene infantil. Enfundado y recubierto, el pene seguirá penetrando también para dar pruebas de su destreza funcional como falo, ese que continúa instituyendo desde un ejercicio de poder la diferencia hombre-mujer. Pene amurallado fálicamente, que antes que un órgano es mas bien es un dildo de carne (Preciado, 2002) una prótesis sin piel.

La mucosa peneana por tanto no se percibiría “vulnerable” a la sensibilidad. Tal vez por eso muchos hombres rehúsen usar preservativo en sus prácticas coitales, como forma de negar lo delicado, permeable y penetrable de su piel a las infecciones de transmisión sexual. Penetrar “a pelo” es una práctica temeraria que probaría la “fortaleza” dérmica de los machos duros, esos hombres que antes que piel tienen en realidad “cuero”, armadura.

Considerando entonces lo cutáneo como referente corporal de la subjetividad, y considerando la generización desde donde esta última se construye a través de actos performativos, podríamos decir que la piel representaría un posible estabilizador de la diferencia sexual, una frontera no sólo entre lo exterior y lo interior de la identidad, sino también entre hombre y mujer. Una barrera de diferenciación genérica que construye la piel de hombre en esa que no necesita del contacto, ya que está para proveerlo. Una piel fálica que será sostenida  por esos “otros” en base al supuesto ideal protector que entrañaría.

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Referencias:

  1. Se hace alusión aquí al planteamiento de Stoller y Herat (1982) según el cual los hombres al nacer no accederían directamente a la masculinidad, sino que atravesarían todo un perído de protofeminidad a causa del contacto fusional y prolongado con aquellas figuras adultas (o con aspectos de estas) que brindan los cuidados primarios. Cuidados que al ser suaves, emocionales, tiernos y corporales serían asociados a lo femenino, motivo por el cual los hombres deberán desidentificarse rápidamente de dichos contenidos
  2. Con esto se hace referencia al concepto de género melancólico de Judith Butler.
  3. De hecho se los suele “humillar” tratándolos de “nenitas” cuando sufren por una herida, o se quedan llorando demasiado tiempo junto a los abrazos de sus madres.
  4. Un ejemplo de esto podría encontrarse en la apariencia de control (inexpresivo) de sí que presentan los actores porno cuando están penetrando. Su piel no interviene en la escena como un órgano sensible, sino en función del efecto que provoca en otros.
  5. Un paciente comenzó a tomar conciencia de su automatismo proveedor a nivel de sus parejas como forma defensiva para evitar la intimidad, cuando se dio cuenta de lo mal que se sentía cada vez que una mujer le decía que “lo necesitaba”, en tanto lo vivía como una obligación a cumplir con dichas demandas, y no como una expresión de afecto.

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Bibliografía 

  • Anzieu, Didier (1998) El yo-piel. Biblioteca nueva, Madrid.
  • Butler, Judith (2001). El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad. Paidós, México D. F.
  • Campero, Ruben (2013). Cuerpos, poder y erotismo. Escritos inconvenientes. Fin de Siglo, Montevideo.
  • Connell, Robert (1997). «La organización social de la masculinidad», en Masculinidad/es. Poder y crisis. Isis Internacional, Santiago de Chile:
  • Fernández, Ana María (2009) Las lógicas sexuales: Amor, política y violencias. Nueva Visión, Buenos Aires.
  • Greenson, Ralph (1968). «Des-identificarse de la madre: Su especia importancia para el niño varón», en The Internacional Journal of Psychoanalysis, n.º 40, Institute of Psychoanalysis.
  • Ruiz Bravo, Patricia (2001). Sub-versiones masculinas. Imágenes de los varones en la narrativa joven. Centro de la Mujer Peruana «Flora Tristán», Lima
  • Stoller, Robert y Gilbert Herat (1982). «El desarrollo de la masculinidad: Una contribución transcultural», en Journal of the American Psychoanalytic Association, vol. 30, n.º1, Internacional University Press.
  • Preciado, Beatriz (2002) Manifiesto Contra sexual. Opera Prima, Madrid.

Ruben Campero

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