El problema de considerar a otros como una propiedad privada

El problema de considerar a otros como una propiedad privada
Ilustración: Laura Sandoval

Por Álvaro Morales

Lugar: Atenas. Año: 444 a.C. Situación: Pericles acaba de derrotar a sus rivales. La democracia ateniense triunfa, y esta proeza de la voluntad y de la inteligencia, está inscripta en la historia de la humanidad entera como uno de sus hechos más relevantes, no sólo desde un punto de vista político, sino, y por sobre todo, desde lo simbólico. Este hecho marcó la civilización de los siguientes milenios hasta nuestros días, de tal forma que abre las puertas a una época que es llamada “la era de oro”. Pericles contaba entre sus posesiones personales con tierras, casas, animales de granja, mujeres, niños y esclavos. Era su dueño, eran cosas que poseía. Y podía disponer de sus posesiones como quisiera. No sólo que no había leyes que regularan la forma en la que podía hacerlo, si no que la legislación vigente defendía su potestad al respecto cómo única e incuestionable. Los hombres de su época, que tenían el respeto de sus congéneres, muchos de ellos que han trascendido hasta a la muerte, y cuyo recuerdo nuestra civilización conserva como un valor muy preciado, tenían posesiones similares. Todo buen hombre, de ese momento prototipo de la civilización occidental hasta el presente, tenía entre sus posesiones terrenos, casas, ganados, mujeres, niños y esclavos. Las mujeres eran objetos, en muchos casos incluso menos valiosos que algunos animales. Esta idea, que un ser humano puede poseer a otro, no era un problema exclusivo de la civilización ateniense; lo es de todas las civilizaciones, incluso la nuestra.

En nuestra idiosincrasia, en nuestra forma de ver las cosas, el cristal que se interpone entre nuestro pensamiento y lo que parece el mundo real, nuestra filosofía, nuestros principios y valores, es lo que le imparte un tinte característico a lo que percibimos. Dentro de estos principios están los que resaltamos de los héroes del pasado: la valentía, la sabiduría, el equilibrio, la justicia. Sostenemos en forma insistente que estos valores se resumen en la idea de la democracia, y es ineludible que asociemos todo junto, y que en nuestros tiempos nos cueste separar las ideas durante tanto siglos asociadas. La mujer hace cien años que dejó de ser un objeto que pueda ser poseído por un hombre sin que esto lo someta por lo menos al juicio moral de sus congéneres, y tal vez lo transcurrido no sea suficiente para desarraigar algo que durante tanto tiempo era asociado a los valores más elevados de nuestra forma de civilización. Si tuviéramos que explicarle a alguien más que desde el invento de la escritura y desde que los primeros historiadores comenzaron a registrar algo, la mujer ha sido una posesión material del hombre, y que esto estuvo legislado y asociado a los valores que definen nuestra civilización, hasta hace unos cien años, estaríamos en un serio problema de marketing. ¿Cómo podemos seguir llamándonos civilizados? ¿Cómo se entiende una sociedad que explota a sus similares, que impone rangos de valoración que dependen de rasgos biológicos, políticos y fisiológicos, amparados y sostenidos en el poder de turno?

Afirma Umberto Eco, que «no es que no hayan existido mujeres filósofas. Es que los filósofos han preferido olvidarlas». Podríamos parafrasearlo: no es que no hayan existido mujeres filósofas; han faltado mujeres historiadoras. Y la mujer es en esta ocasión un ejemplo, que sirve para diferentes grupos injustamente desplazados a lo largo de la historia.

 

 

Esta idea, de que una persona puede poseer a otra como si fuera un objeto material, ya no es ni legal ni moralmente aceptada. Sin embargo aún convive con nosotros. Se filtra en nuestro lenguaje: hablamos de “mi pareja”, de “mis hijos”, “mis amigos”. Tal vez ya nos cuesta menos entender que otro adulto no nos pertenece, ¿pero podemos decir lo mismo con respecto a los niños? ¿Es tan fácil entender que nuestros hijos no son nuestros, que no nos pertenecen?

El proceso de liberación del ser humano ha cambiado a lo largo de la historia conocida, pero parece que nunca terminara. ¿Es una propensión natural de la especie la de subyugar y dominar a otros similares?

En muchos países del mundo (y no todos subdesarrollados) aún existen leyes laborales que imponen un régimen de esclavitud legal tanto o más escandalosas que aquellas del pasado de las que hoy nos avergonzamos. Parece que el ejemplo de Pericles se aplicara por siempre. A medida que algunos colectivos alcanzan la “virtud de la democracia”, que logran decidir sobre sus propios destinos, tomamos visibilidad de otros que siguen oprimidos y dominados.

“Detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”, era un dicho políticamente correcto hasta hace unos años. Ahora ya no suena tan gracioso, pero aún lo entendemos como cierto. Durante milenios la única posibilidad para manifestarse de algunas mujeres geniales fue a través del trabajo de sus parejas hombres. Hoy podemos pensar: detrás de todo gran niño hay unos grandes padres. Porque la creencia de que otros seres humanos nos pertenecen, y que determinadas variables nos dan derecho a ello, aún se filtra en nuestra cultura. Algo tan arraigado, tan profundamente inscripto que todo lo que creemos positivo de nuestra civilización se vincula con ello, aún se mantiene aunque haya perdido su carácter legal y su aceptación desde el plano de lo moral.

Será necesario un tratamiento intensivo para que las nuevas generaciones no arrastren nuestros errores del pasado. La magnitud de estos errores es tal que no será suficiente un trabajo individual o aislado, debe ser colectivo e incesante. Hasta que no quede nadie que dude de que la necesidad de igualdad de derechos debe ser incondicional. No somos iguales, de hecho todos somos diferentes, pero el principio de que cada uno de nosotros debe tener las mismas posibilidades, los mismos derechos, debe ser practicado, enseñado y exigido por todos. Como individuos, creemos que lo mejor que podemos hacer por el mundo y por nosotros mismos es enseñar sobre nuestras virtudes y sobre nuestros errores. Sobre nuestras virtudes para que sean superadas, y sobre nuestros errores para que no sean repetidos.

Álvaro Morales
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  1. Excelente artículo!

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