El mito de Ícaro

El mito de Ícaro
Foto: Jacob Peter Gowy

Por Daniel A. Fernández

Resulta imposible hablar de Ícaro sin hacer referencia a su padre, de nombre Dédalo. Ambos estaban en Creta, prisioneros del rey Minos. Los motivos de su cautiverio difieren según las versiones de los especialistas en mitología griega, pero de todos modos no son significativos para lo que habremos de desarrollar aquí. Basta con saber que Dédalo y su hijo debían escapar de Creta, lo cual se dificultaba debido a que Minos controlaba la tierra y el mar. Fue así que Dédalo se las ingenio para construir un par de alas para él y otro para Ícaro. Las alas estaban hechas con plumas de aves, entretejidas con hilos y adheridas con cera. Y en cuanto Dédalo dio las alas a su hijo y se disponían a escapar, advirtió a Ícaro: “Sígueme de cerca y recuerda no volar demasiado alto ni demasiado bajo”. Esta recomendación resultaba imprescindible, dado que si volaban muy bajo podía ocurrir que la espuma del mar mojara las alas y, por el contrario, si volaban muy alto podía suceder que el calor del Sol derritiera la cera que adhería las plumas.

Dédalo se lanzó al vuelo seguido por su hijo, y así viajaron largo tiempo, hasta que en determinado momento Ícaro desobedeció el consejo de su padre y ascendió peligrosamente, remontándose hacia el Sol, regocijándose al notar la descomunal altura a la que eran capaces de llevarlo las poderosas alas. Entonces, lo temido por su padre se cumplió: el calor del Sol derritió la cera de las alas e Ícaro, ya sin poder volar, se precipitó sobre el mar y así murió.

Recordando la recomendación hecha por Dédalo a su hijo y haciéndola extensiva para todos nosotros, es evidente la importancia de encontrar un punto medio. Si reparamos en que Ícaro fue tentado por alcanzar una utópica grandeza, no es difícil deducir que lo que terminó derribándolo fue el exceso de ambición. Por ende, el punto medio o punto de equilibrio, quizá podríamos situarlo entre esa ambición y el conformismo.

 

 

Quien en su vida opta por no arriesgarse, por aferrarse temeroso al conformismo, será como quien vuela al ras del agua y corre el riesgo de mojar sus alas y no poder volar. Quien en su ambición no evalúa los riesgos y asciende sin medida ni propósitos claros, puede que pierda sus alas y perezca en la caída. El temor que nos detiene al conformismo no es más que un obstáculo que debe sortearse. Nunca habremos de superarnos, en diferentes aspectos de la vida, si solo tenemos miedo de volar. Pero esto no significa dejar de lado la prudencia y arriesgarnos a todo sin evaluar las posibles consecuencias. En todo caso, la mesura que faltaba a Ícaro y que todos deberíamos tener, debe ser la consecuencia de un análisis racional que ponga freno a impulsos emocionales desbordados.

Sería equivocado asumir que la ambición es poco conveniente. De hecho, requerimos de ella para avanzar en nuestra vida, para progresar, para ir en busca de aquello que deseamos. Pero dicha ambición no puede estar basada en fantasías sino también en hechos reales. Es decir que debemos contar con la capacidad necesaria para ir tras aquello que pretendemos. Y, desde luego, siempre habrá un punto a partir del cual correremos el riesgo de quemarnos las alas.

Lo acontecido a Ícaro nos habla del probable destino de quien arremete en busca de imposibles, pretendiendo ir más lejos de lo que sus posibilidades le permiten. En este sentido, puede pensarse en Ícaro como en esa persona que, con tal de lograr más, es capaz de tomar todos sus bienes materiales para apostarlos después en la ruleta. Sí, podría ser que el Sol no derritiera la cera de sus alas y que el azar dispusiera los números a su favor. Pero quien es presa de una ambición tan irracional, probablemente volverá a apostar todo una vez más y otra. No tardará en caer, como ocurrió con el mítico personaje.

Ni conformismo temeroso ni ambición irracional. Se trata de volar con una meta clara y con prudencia. Aquel que por miedo se conforma, termina construyendo una prisión en torno a sí mismo y detiene cualquier posible avance antes aun de dar un solo paso. Aquel que, por el contrario, pretende volar sin las alas adecuadas, remontándose por un impulso emocional y careciendo del freno necesario que impone la razón, caerá. La ambición es una herramienta necesaria, pero sólo funciona adecuadamente cuando quien la posee la utiliza con mesura.

Daniel A. Fernández
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