La metáfora del equilibrista

La metáfora del equilibrista
Foto: Snapwire

Por Daniel A. Fernández

De una u otra manera, en más de una ocasión, ciertas circunstancias pueden situarnos frente a una cuerda floja. Quizás, al menos para algunos, la vida misma se asemeje a una gran cuerda resbalosa sobre la que se debe caminar. Puede que de un lado de la cuerda estemos detenidos, viendo temerosos el recorrido que nos aguarda por delante, titubeando entre avanzar o retroceder. Pero todos, en alguna medida y con mayor o menor valentía, somos simplemente equilibristas. La cuerda no es otra cosa más que ese camino que debemos transitar para alcanzar la meta que anhelamos. Algunas de estas metas se alcanzan en un corto recorrido, otras están distantes. Y, claro está, llegar al otro extremo requiere de cuidado y decisión.

A más altura, mayor es el peligro y la gravedad del problema a resolver. El peligro es caer en el fracaso, sucumbir ante aquello que nos tocó enfrentar. Pero es evidente que no atrevernos a intentarlo ya implicaría por sí mismo una derrota, por lo cual es imperioso colocar los pies sobre la cuerda en tensión y dar el primer paso.

El equilibrista comienza entonces su riesgosa caminata. Procurará no alimentarse de pensamientos negativos, que sólo lo harían dudar de su capacidad. Evitará mirar por debajo de sus pies, donde lo aguarda un precipicio (el posible fracaso). Deberá resistir la tentación de ver hacia atrás, donde está su pasado, porque quien vive pendiente del ayer tampoco avanza. Se enfocará, en cambio, en su objetivo fundamental: arribar al otro extremo (su meta). Deberá, además, encontrar el punto medio entre el temor paralizante y el arrojo impulsivo. Cierto nivel de miedo le resulta de gran utilidad, puesto que le permite avanzar con prudencia. Si no tuviese miedo alguno, correría por la cuerda de modo irresponsable y sin llevar a cabo los indispensables movimientos que requieren de suma precisión y cautela.

A medida que el equilibrista se desplaza, el viento habrá de ofrecerle resistencia. En ocasiones será apenas una brisa. Otras veces, será un viento tormentoso que cambiará de dirección y habrá de ponerlo a prueba. Dicho viento está compuesto por los obstáculos externos que deberá sortear, así como también por los obstáculos internos. En ese mismo viento están sus dudas, temores excesivos, mandatos internos y dañinos (familiares y sociales), prejuicios propios y ajenos, condicionamientos inconscientes, el recuerdo de malas experiencias anteriores, etc. Pero quien avanza cuenta con una herramienta imprescindible para defenderse del desequilibrio que le provoca el viento: una barra delgada y larga que sostiene con sus manos. La poderosa barra le da seguridad porque en ella residen su autoestima, su confianza, su motivación, sus ganas y la experiencia de haber ya transitado airosamente sobre otras cuerdas flojas.

 

 

El equilibrista se desplaza tensionando sus piernas o flexionándolas, dando pequeños pasos, retrocediendo a veces aunque apenas un poco y luego avanzando cuidadosamente. Pero sabe que debe mantenerse en movimiento. Si se quedara quieto, finalmente caería de la cuerda hacia el abismo. Así que no importa qué tan huracanado sea el viento, el equilibrista debe resistir y continuar. ¿Podría al menos haber dispuesto debajo de sí alguna red de protección? Desde luego. Los otros, nuestros preciados vínculos, constituyen una verdadera red social que, más de una vez, habrá de servirnos de contención cuando caigamos. Los otros siempre nos son imprescindibles. Pero aun así, con red o sin ella, debemos perseverar en avanzar y fieles a nuestra meta. Por supuesto que con gran precaución, pero aferrados a nuestra barra y sin rendirnos.

Aun el más brillante equilibrista adquirió su habilidad sólo a partir de práctica, tras haberlo intentado quizá cientos o miles de veces. Su gran dominio al deslizarse sobre la cuerda floja no fue algo innato en él ni lo adquirió de forma mágica. Más de una vez habrá caído al suelo y continuó. Y tras cada caída se vio a sí mismo transformado, a raíz de haber adquirido un nuevo aprendizaje. Primero fueron tramos cortos, luego más largos, después extensos recorridos en medio de tormentas oscuras y arenosas. Y así, cada problema, le fue otorgando la capacidad de enfrentar desafíos aun mayores.

En definitiva, caminar sobre la cuerda floja es necesario. Sí, por más dificultoso que parezca. No importa si por fuera se desata un vendaval. Y esto mismo, con palabras distintas y más extraordinarias, lo describió a la perfección el genial Haruki Murakami al escribir: “Cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que entró en ella”

Daniel A. Fernández
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