Mentira la verdad o como filosofar a falopazos

Mentira la verdad o como filosofar a falopazos
Foto: Maxknoxvill

Por Guzmán Baez

Dice Hegel con respecto a Dios: “De por sí, esta palabra no es más que una locución carente de sentido, un simple nombre; es solamente el predicado el que nos dice lo que Dios es, lo que llena y da sentido a la palabra; el comienzo vacío solo se convierte en un real saber en este final”. Sustituyamos Dios por Droga y veremos cómo se aplica perfectamente. La tan criticada definición de la OMS («Droga es toda sustancia que, introducida en el organismo por cualquier vía de administración, produce una alteración de algún modo, del natural funcionamiento del sistema nervioso central del individuo y es, además, susceptible de crear dependencia, ya sea psicológica, física o ambas.”), ante la intervención hegeliana, aparece como sumamente propicia, ya que a partir de esta definición toda sustancia, cualquiera sea, puede ser droga (estrictamente dicho concepto al querer decirlo todo, no significa nada).

Sin dudas la definición de la OMS es políticamente correcta pero mala académicamente. Pero lo cierto es que en sí droga no es más que una locución carente de sentido, a no ser por su predicado. La predicación de tal concepto está casi siempre relacionada con componentes negativos como delincuencia, enfermedad, muerte, víctima, etc.

En poco más de un siglo, hemos pasado de considerar el tema droga como asunto de la vida privada a asunto de salud pública. Y en los últimos 30 años la droga ha ido desdibujando su pertenencia a la medicina y a la epidemiología en beneficio de la seguridad nacional. Por esto, actualmente, cuando uno siente la palabra droga fuera del ámbito médico o farmacológico se la asocia inmediatamente con ilegalidad. La connotación ilegal tiene un efecto de clausura, donde no se puede reflexionar otra cosa distinta a peligro, daño, muerte, delincuencia. Efecto que por su condición de tal obtura el verdadero sentido, es decir: la mayoría de las drogas ilegales no matan a nadie y sus efectos adversos y/o dañinos tienen que ver con la prohibición misma más que con los efectos de la sustancia en sí (Escohotado, 1996)

Esta díada potente (la clínico-jurídica), se remonta al Siglo XIX como bien la ubica Foucault en Los Anormales (cuando el derecho penal acude a la psiquiatría). Particularmente en nuestro país, la cuestión se promueve desde principios del novecientos. Las leyes sobre salud pública de dicha época fueron propiciadas por el modelo médico hegemónico, representante principal del higienismo propio de ese período. Así se prohibieron el uso de bebidas alcohólicas y hasta del mate (según los médicos de la época foco de enfermedades contagiosas). Estás medidas recaían principalmente sobre sectores populares, como bien marca Barrán (1995): “Vigilarlos, curarlos, salvarlos, era obra de caridad que tenía efectos inmediatos en la mejora de la “salud pública” de la que todos, ricos y pobres, dependían.” (p. 128)

Lo clínico-jurídico, se conformada a partir de los dos pares dicotómicos salud-enfermedad y legalidad-ilegalidad, es quien sobredetermina este dispositivo (droga) en la actualidad, obturando el antiguo uso privado haciendo de este un problema de salud pública y seguridad nacional (Eira y Fernández, 1995). Desde su composición como significante de lo no dicho, a-dicto se inscribe y se territorializa, en la ausencia de lo dicho. De esta forma el a-dicto no es sujeto; a lo sumo es víctima, delincuente, enfermo. Los otros (saber médico y discurso jurídico) hablan por él. No se nomina a sí mismo y, en caso de hacerlo lo hace a través de estos discursos, el de la tiranía terapéutica (Szasz, 1993) y la moral legalista. Recordemos, además, que la palabra adicto proviene del latín “addictus” (adjudicado). Tal connotación se remonta a una antigua ley romana donde el deudor por falta de pago terminaba siendo entregado como esclavo a su acreedor, por tanto perdiendo así su libertad. No es difícil conjeturar la relación entre esta connotación y el uso problemático de drogas, la droga hace perder la libertad. Pero lo cierto es que son los propios discursos (clínicos y jurídicos principalmente) en torno a las drogas los que desubjetivizan al “adicto”.

El a-dicto o addictus es algo que sucede en el lenguaje y no a raíz de la sustancia (o por ella). En este sentido el sujeto es el dispositivo clínico-jurídico, no es algo que está allí, es una intervención subjetiva de la realidad. En otras palabras, teniendo en cuenta que el sujeto habita en redes semióticas (Ema -2004- entiende semiosis como inseparable de lo material) que permiten que el sujeto sea hablado y a la vez hable, no existe sujeto así entendido por fuera de la significación-acción. La naturalización de un concepto como “adicción” deriva en un sujeto por fuera de las prácticas de significación, como causa de estas y no como consecuencia, simplificando el análisis haciendo del lenguaje un mero descriptor de la realidad, desconociendo que lo que nomina no precede al ejercicio lingüístico.

 

 

Así el discurso médico legal se arroba el lenguaje de todos, él es lenguaje, lo otro apenas dialectos. Como diría Lacan “la ciencia nos da para que nos pongamos en la boca” (Lacan, 1988), sin discutir que si una teoría no se sabe metáfora se transforma en un delirio; lógica del prohibicionismo estructurante. Por esta razón los mártires de la guerra contra las drogas son los culpables de la proliferación de la pasta base de cocaína en el cono sur en la primera década del siglo XXI al prohibir los precursores para la elaboración de la cocaína. Algo similar sucedió con los precursores del éxtasis en el 2012 que derivaron en la muerte de 5 personas en una fiesta electrónica en Argentina hace unos meses (Buoso, La Diaria, 10 de mayo de 2016).

Es que el dispositivo clínico-jurídico, sostenido por el prohibicionismo, es heredero del capitalismo actual que daña lo simbólico, donde todo funciona y nada significa. El concepto droga se convierte en un analizador social ya que bajo el llamado flagelo de la droga se sintetizan ciertas prácticas sociales del capitalismo. Surge, así, una simplicidad basada en una supuesta evidencia amparada por un discurso altamente legitimante (lo médico legal) se come las múltiples aristas de un tema tan complejo. Todo se explica a través de la máxima de Ockham[1]: “En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable.”; lógica económica capitalista por excelencia.

Volvamos a Hegel: “Lo cierto es que lo verdadero es el todo” (Hegel, 2008, p.), a lo cual podríamos agregar: en movimiento. Esto no quiere decir otra cosa más que la verdad está en la forma y la lógica es la forma. Utilicemos algunas falacias lógicas para discutir lo indiscutible. Mediante una lógica falaz se construye un parangón lineal entre uso y abuso. Se toma la generalidad a partir del ejemplo. Esto se logra mediante lo que en lógica formal se conoce como falacia de composición (Bayce, 2012), entiéndase inferir que algo es verdadero acerca de un todo solo porque es verdadero acerca de una o varias de sus partes. Este tipo de falacia surge a partir de una inducción amplificante[2] (también es una figura lógica falaz), es decir: se pasa de un número finito de hechos estudiados a un número infinito de hechos posibles. Así, si bien es cierto que algunos sujetos pueden establecer un vínculo problemático con determinada sustancia, no es cierto que todo sujeto que consuma determinada sustancia por el mero componente de la droga, inevitablemente sea un “adicto”. Lo que sucede es que como bien plantea Aristóteles, la lógica demostrativa es analizada por una minoría, la gran mayoría sostiene sus discursos en base a la convicción (dialéctica, poética, retórica). Podemos agregar una tercera y última falacia para explicar este fenómeno; El argumento ad hominem consta de eludir las razones de determinada postura atacando al interlocutor de la misma al señalar una característica vista como negativa de la persona que la sostiene. Así el consumidor de drogas (cualquiera sea esta) es tratado de adicto, delincuente, enfermo o víctima. Por tanto su línea argumentativa queda desacreditada, su voz no tiene efecto.

 

 

Ahora bien, paradójicamente, el imperativo capitalista es consumir. Así el mercado nos permite consumir aquellos productos con cierto grado de contenido dañino, café descafeinado, cerveza sin alcohol, etc. (Žižek, 2005). No solo eso, el propio sujeto se vuelve un objeto de mercadería consumible y desechable, un “gadget” como diría Lacan: podemos tener sexo virtual que no es otra cosa que sexo sin sexo. Por tanto, no hay discurso más funcional al capitalista que el médico, especialmente el psiquiátrico, que nos dice qué desear, a quién desear y cómo ser deseables. A no confundirnos con nuevas leyes de regulación ni ciertas prácticas de reducción de riesgos y daños (marginales y no institucionalizadas), la forma de regulación más potente, estructurante, sigue siendo el prohibicionismo (discurso amo). Este tipo de posturas terminan siendo no más que una mueca a ese discurso amo que repite el latiguillo posmoderno neoliberal relativista (“lo ideal es no consumir drogas porque son malas, pero si decidís consumir ten en cuenta que…”), funcionales al modelo al cual se contraponen, ya que repiten la predicación negativa entorno a los efectos de la sustancia: “Para cuidar lo permitido se combate lo prohibido, haciendo uso de los mismos mecanismos que se prohíben” (Walter Benjamin).

Según William James la realidad no es un tema ontológico sino de atribución. El discurso amo opera en la realidad al hacer de la predicación delincuencia, muerte, enfermedad; la cualidad incuestionable del sustantivo droga. Empero parecería ser que el 90 % que consume sustancias (cualquiera sean estás) y no presentan un consumo problemático entenderían su connotación estrictamente como experiencia de placer. No hay sentido “en sí” cuando decimos que algo es droga. No son ni buenas ni malas, por tanto no hacen ni bien ni mal; no existen, significan. Por ejemplo, los balcones no son ni buenos ni malos, pero si los utilizo para saltar al vacío (el riesgo aumenta según el piso donde se encuentre el balcón) seguramente resulte herido o en el caso más extremo me muera. Del mismo modo los autos. Si yo conduzco a 180 km/h por 18 de julio a las 7 de la tarde seguramente dañe considerablemente a una suma considerable de personas incluida yo misma. A pesar de dichos riesgos nadie pensó nunca en prohibir ni los balcones ni los autos, basta considerar que dependiendo de la ocasión, del conocimiento y del sujeto, más nunca del objeto (balcón, auto, droga) el uso puede resultar dañino o letal. En otras palabras: “…la diferencia entre las sustancias que serían toxicas y las que no lo son, entre drogas y no drogas, no se basa sobre ningún fundamento lógico. ¿Por dónde pasa la frontera? Muchos productos autorizados son mortales; los raticidas por ejemplo. En cuanto a las drogas prohibidas, rara vez son mortales. Ninguna sustancia es peligrosa en sí, basta con no ingerirla. No es la droga la que es tóxica sino su ingestión. La prohibición de ciertas drogas no obedece por lo tanto a criterios funcionales sino sólo a una voluntad de tipo religioso: “le prohíbo tocar esta sustancia –que de por sí es neutra- porque el prohibírselo demuestra mi autoridad”. ¿Pero en nombre de qué principio pueden prohibirse los hongos alucinógenos y no las trufas? En realidad la finalidad de la interdicción es hacer creer en la pericia de los que prohíben: “yo sé”, dice el médico o el sacerdote, “que las trufas son buenas para usted, pero no así los hongos alucinógenos y yo sólo poseo ese conocimiento”. La prohibición es por tanto un dogma. El que la transgrede será calificado de ignorante, de loco, de pecador o de brujo; será encarcelado o sometido a tratamiento.” (Szasz; citado por Eira, 1995, p. 121)

La experiencia del placer va a contrapelo del axioma capitalista del funcionamiento como un fin en sí mismo, eficacia y eficiencia. No parecería ser suficiente propiciar ciertas líneas de fuga ni desagregar los discursos imperantes. Hace falta partir de la premisa cartesiana de “todas las cosas que veo son falsas” (1993), destruir el lenguaje, patear el tablero, barajar y dar de nuevo. Caso contrario cambiaríamos pieza por pieza, no haciendo otra cosa que repetir las mismas tecnologías del prohibicionismo en particular (y del capitalismo en general) una y otra vez, sin llegar a hacer a hablar al otro en cuanto otro, ergo en cuanto sujeto; en el entendido que existen tantos significados del concepto droga como sujetos que experimentan con ellas.

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Referencias:

  1. Guillermo de Ockham (1280-1349). Fraile franciscano, filósofo y lógico escolástico.
  2. También llamada baconiana o experimental, ya que se emplea continua y metódicamente en las ciencias naturales. A ella se opone la aristotélica o rigurosa.

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Bibliografía:

  • Bayce, R (2012). Los trasfondos del imaginario sobre ‘drogas’: valores culturales, geopolítica, intereses corporativos y hechos mediáticos. En Aporte universitario al Debate Nacional sobre Drogas. Comisión Sectorial de Investigación Científica. Universidad de la República.
  • Barrán, José Pedro (1995) Medicina y sociedad en el Uruguay del Novecientos. Tomo 3: La invención del cuerpo. Montevideo: Banda Oriental
  • Descartes, R. (1993).Meditaciones metafísicas. Madrid: Alfaguara.
  • Eira, G.; Fernández, J. (1995). Drogas: el demonio moderno. En Las drogas en el Uruguay. Montevideo: Arca. pp. 48-62.
  • Eira, G (1995). ¿Cómo leer la ausencia del libro? En Las drogas en el Uruguay. Montevideo: Arca. pp. 199-132
  • Ema, J.E. (2004). Del sujeto a la agencia (a través de lo político). Athenea Digital, 5, 1-24. Recuperado de: http://psicologiasocial.uab.es/athenea/index.php/atheneaDigital/article/view/114/114
  • Foucault, Michel (1999). Los Anormales. Buenos Aires: Fondo de Cultura.
  • Hegel, G. W. F (2008). La fenomenología del espíritu. Madrid: Fondo de Cultura Económica
  • Lacan, J (1988). La Tercera. En Intervenciones y textos 2. Buenos Aires: Manantial
  • La Diaria. Los aliados de la euforia. Entrevista a José Carlos Bouso. 10 de mayo de 2016
  • Szazs, T (1993). Nuestro derecho a las drogas. Barcelona: Anagrama.
  • Žižek, S (2005). El objeto a en los lazos sociales. Revista Imago Agenda

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