La importancia del aliento en la educación

La importancia del aliento en la educación
Foto: George Becker

Por Álvaro Morales

“Si quieres aprender, enseña”.
Cicerón.

Para la Psicología Adleriana dar ánimo o aliento es más importante que cualquier otro aspecto del desarrollo del niño. Su falta puede ser considerada como causa básica de conductas negativas. Su promoción empodera al niño, le da un profundo sentido de la responsabilidad, lo prepara para enfrentarse a un mundo complejo, y fortalece su personalidad permitiéndole entender que los fallos en las actividades que emprende no están relacionados en realidad con su calidad o valor como ser humano sino que son parte del proceso de aprendizaje. El psiquiatra y educador Rudolph Dreikurs consideraba que la educación de cualquier niño tiene dos elementos fundamentales: dar aliento y no desalentar. Afirmó que “cada niño necesita ser animado continuamente tanto como una planta necesita de agua” (Dreikurs, 1976, 29).

El niño no puede crecer, desarrollarse y ganar un sentimiento de pertenencia sin aliento.

Para el niño, el adulto luce en exceso grande, eficiente y capaz. La mejor versión de nosotros mismos es la que tienen los niños. Sin embargo los desalentamos continuamente. Les recordamos que son incapaces e inútiles. Sostenemos el argumento de que su tamaño y su falta de experiencia los vuelve ineptos para casi todo, como si los adultos hiciéramos todo a la perfección. Impedimos los intentos del niño por descubrir su fuerza y habilidad. Muchos adultos no se sienten superiores frente a sus pares. La única posibilidad de hacerlo es frente a un niño, a través de cuyos ojos siempre pareceremos gigantes. Un niño, en su desamparo constitutivo, es un perfecto objetivo de comparación para hacernos sentir bien. De modo que muchos adultos promueven ese sentimiento de inferioridad en sus niños, tan sólo como una forma de poder sentirse ellos mismos más que alguien, sentimiento que no encuentran de otra forma en su roce con el mundo. Madurez significa pleno crecimiento y desarrollo, y realización total de potencial (Dreikurs, 1976). Esta condición es lograda por pocos individuos. ¿Por qué se lo exigimos a los niños y adolescentes si no es para afirmar nuestra supuesta superioridad?

Durante casi toda la historia escrita de las civilizaciones humanas hemos estado regidos por sociedades autocráticas, donde el poder tenía una aplicación vertical. Cada tribu tenía su propia tradición de crianza. Toda conducta estaba establecida por tradición. Los modelos de conducta para los niños eran los mismos en todos lados. Pero en la última centuria, nuestra creciente percepción del significado de la democracia y sus efectos en las relaciones interpersonales han cambiado nuestra cultura. El ser humano es igual no sólo ante la ley, sino a la vista de todos los otros individuos. El impacto de la democracia ha transformado nuestro ambiente social y ha vuelto obsoletos los métodos tradicionales de crianza. En una sociedad de iguales no podemos dominar a otra persona. Pero igualdad no significa uniformidad. Significa que las personas, al margen de sus diferentes habilidades individuales, tienen igual derecho a la dignidad y al respeto. Nuestra convicción de que somos superiores a nuestros niños, tiene raíces en nuestra herencia cultural. Herencia de las sociedades autocráticas, donde las personas eran superiores o inferiores de acuerdo a sus condiciones: edad, sexo, raza, etnia, y/o religión. Con seguridad el cambio cultural fue tan grande que no estábamos preparados para él. Y esto parece reflejarse en los pocos métodos de crianza basados en principios democráticos que tenemos y que aplicamos.

 

 

Los niños han percibido su igualdad con los adultos y ya no toleran una relación de dominación autocrática. Para ayudarlos, debemos transformar nuestros métodos autocráticos ya obsoletos, en un nuevo orden basado en principios de libertad y responsabilidad.

Cuando el niño falla en una actividad, debemos evitar cualquier palabra o acción que resalte el fallo. Necesitamos separar el hacer del ser. Hacer algo con torpeza no significa ser torpe, hacerlo mal no debería estar asociado a ningún aspecto que recuerde su inferioridad relativa. Cada fallo indica falta de aptitud, no debería afectar el valor de la persona.

Es común que veamos el desaliento asociado al menosprecio. Humillar al niño recordándole sus diferencias y sus fallos lo desalienta, pero también la actitud en apariencias contraria, es decir la sobreprotección. Es importante resaltar esto. Ambos extremos se tocan. Humillar y sobreproteger hacen sentir al niño incapaz e inútil. Dificulta el desarrollo de un sentimiento de pertenencia, niega su importancia clave en el mundo. La debilidad del niño es constitutiva y escapa a su alcance: él no puede crecer hasta volverse un adulto, o aprender en un instante todo aquello que se le prohíbe y que sólo podría dominar a través de la experimentación y de la práctica activa.

El niño que duda de su propia habilidad y de su propio valor, lo demostrará a través de sus deficiencias.

La primera demanda de todo ser humano es convertirse en autosuficiente. La sobreprotección atenta contra esta tendencia. Parecería que en muchas ocasiones necesitamos sentir que el niño es en absoluto dependiente de nosotros, pero esto tiene más que ver con los conflictos de los adultos que con una necesidad del niño. Cuando se trata de alentar a los niños es muy fina la frontera entre lo que hacemos por y para ellos o las veces en que se entremezclan nuestras necesidades, ilusiones y deseos personales, relacionados con la forma particular en la que nuestros padres nos educaron.

Un niño que es feliz sólo cuando es el centro de atención no es un niño en realidad feliz.

La sobreprotección produce falta de iniciativa. Los niños sobreprotegidos preguntan por todo. Luego, como adultos, les costará tomar decisiones y preferirán recibir órdenes. Siempre esperaran por la opinión de otro a la hora de tener que enfrentarse a un problema.

“No les evitéis a vuestros hijos las dificultades de la vida, enseñadles más bien a superarlas”. Louis Pasteur.

Las malas notas son un signo de desaliento.

Estimular la competencia es desalentar. Toda comparación es dañina. Ganar no implica ser más que el que ha perdido. Los juegos de competencia contribuyen a alimentar la ficción que asocia el ser con el hacer. Es necesario enseñarles a ser cooperadores y responsables, a desarrollar destrezas para la solución de problemas y autodisciplina en un ambiente en el que prevalezca el respeto mutuo y en donde ganar sólo pueda estar relacionado con una mejor aptitud resultante de la práctica.

 

 

No hay que establecer metas como referencia a sus amigos, hermanos, etc., sino teniendo en cuenta las virtudes y posibilidades de cada uno de ellos.

“Me alegra ver que…”, en lugar de: “Te está quedando lindo…”. La primera opción pone el énfasis en la actitud y no en el resultado. Si nos centramos en el resultado, cualquier adulto, por más torpe e ineficaz que en realidad sea puede hacer las cosas mejor que su hijo. Esto el niño lo entiende y preferirá que el otro lo haga a él seguir equivocándose. El otro camino, el de centrarse en el valor intrínseco de la tarea en sí misma lo aleja de la ficción adulta de confundir el ser con el hacer. Le hace ver que uno no es lo que hace y cómo lo hace y que la intensión es más valiosa que los resultados.

Se alienta con frases que resaltan sus fortalezas y no sus defectos: “Me alegro que puedas hacerlo”, “Ves, tú puedes hacerlo”, “Sigue intentándolo que ya te va salir”.

Las críticas desalientan.

Es imposible construir sobre la debilidad del niño, sólo puede hacerse sobre sus fuerzas y virtudes.

Debemos enseñar al niño que errar, equivocarse, es la base de la tarea de aprendizaje, y que no se relaciona con una pérdida de valor personal. Recordemos a Aristóteles: “lo que tenemos que aprender lo aprendemos haciendo”. No trabajamos para perfeccionar, sino para mejorar. Hay que tener la valentía de ser imperfecto sin que esto afecte nuestro valor como individuos.

El mal comportamiento del niño es una muestra de su desaliento. En ocasiones ser castigado es preferible a ser ignorado.

Todo niño tiene la necesidad de encontrar un lugar seguro dentro del grupo. Cuando vemos a algunos niños ir en contra de la autoridad es porque están desalentados, porque suponen que valen menos y pueden menos que lo demás. Han creído entender que para todo lo que hagan habrá una versión óptima realizada por un adulto. Ven su lugar como algo difuso y que con facilidad puede cambiar. Adoptan el lugar que los adultos les asignan, es decir el de desvalido, necesitado, que nada puede hacer bien sin la adecuada asistencia.

En ocasiones los padres les dicen a los niños lo que les puede pasar si incurren en ciertas acciones, cómo se pueden sentir y qué deberían hacer. Dirigir de esta forma al niño le quita la oportunidad de aprender, agota sus potencialidades. En lugar de decirles qué es lo deberían hacer, ubicando nuestras decisiones por encima de las de ellos, deberíamos dejarlos pensar por sí mismos. Ante una interrogante de cómo hacer algo podemos responder: “¿cómo te parecería a ti que hay que hacerlo?”, “prueba de esa forma. Si no funciona puedes pensar en otra cosa”. No acepte un: “no puedo”, que por lo corriente sirve de disfraz para un “no quiero”. “Claro que puedes. Si quieres puedes”. Recuérdele que la única forma de hacer algo bien es primero hacerlo muchas veces mal. No existe el adulto que haya nacido sabiendo hacer algo. La práctica es lo que mejora lo que hacemos. Este pensamiento le resultará al niño profundamente lógico y lo aceptará sin problemas, pues puede verlo en todo lo que hace y en lo que hacen los demás. Demuéstrele que confía en que él podrá llevar a cabo la tarea, pero que es más importante que lo intente a que lo logre. Infundirle confianza producirá que él confíe cada vez más en sí mismo. Los niños no necesitan premios para motivarse en una tarea. El premio es un soborno que implica desconfianza. Supone que no podrá hacerlo por sí mismo sin un incentivo.

El uso exitoso de aliento exige actitudes de respeto por parte de los adultos, interés en el punto de vista del niño y el deseo de brindar oportunidades para que desarrollen habilidades que conduzcan a su independencia. Decirle al niño que ha quedado hermoso un dibujo que él sabe que le ha quedado mal no es alentarlo. Los niños comprenden muy pronto la mentira. El sentido lógico de su razonamiento le llevará a pensar: “cualquier cosa que haga a él le resultará hermoso. De modo que no tiene sentido esforzarme”. En lugar de la mentira debemos resaltar las virtudes no estéticas de su tarea, por ejemplo el esfuerzo que ha puesto en hacerlo. Para él será más valioso que le digamos: “se nota que te has esforzado”. Alentarlos no significa felicitarlos cuando algo les ha salido bien, sino todo lo contrario. Significa felicitarlos cuando nada les ha salido bien, pero han puesto esfuerzo, esmero y creatividad en intentar lograrlo. Alentamos conductas, no resultados. Esto ayudará a que pierdan el miedo al fracaso y a que no lo tomen como algo negativo, sino como parte del proceso que los llevará a ser mejores.

“No tenemos el derecho de asumir las responsabilidades de nuestros niños, ni tenemos la obligación de sufrir las consecuencias de sus actos. Ambos les pertenecen a ellos” (Dreikurs, 1976, 54).

Los niños que son alentados a su vez alientan, hacen sentir bien a otros niños y a sus mismos padres. No necesitan de premios o castigos porque su motivación radica en la seguridad de saberse capaces. Son niños seguros que no se avergüenzan de sus errores pues saben que no son juzgados y que de ellos aprenden; conocen y desarrollan el sentido de cooperación y de comunidad.

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Bibliografía:

  • Dreikurs, R. (1976). Aprendiendo a ser padres. Editorial Galerna: Buenos Aires.

Álvaro Morales
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