La faz negativa de la esperanza

La faz negativa de la esperanza
Foto: James Gillray

Por Daniel A. Fernández

Para quien lo desconoce, Pandora era una mujer. Una muy especial, dado que en el mito se atribuyen a ella los males que pesan sobre la humanidad. Esto, por supuesto, no es motivo de sorpresa, dado el carácter machista de la antigua cultura griega así como de otras culturas. De hecho, la religión judeocristiana también atribuía a una mujer (Eva) la culpa de que los humanos hubiesen sido expulsados del paraíso, para vivir a merced de un sinfín de males. Pero no es mi propósito centrarme aquí en críticas culturales sino instar a que nos enfoquemos en un hecho crucial y controvertido en relación al mito mencionado.

La mayoría sabe del mito de Pandora, han escuchado la expresión “abrir la caja de Pandora” y suelen vincular esta frase con el riesgo que implica exponer lo que de algún modo no debe ser expuesto, debido al peligro que puede acarrear consigo. Y lo cierto es que, en el mito en cuestión, no se trataba precisamente de una caja sino más bien de un ánfora o cántaro en cuyo interior habitaban todos los males. Si bien Pandora desconocía el contenido, fue debido a su curiosidad que decidió quitar la tapa que cubría el ánfora. Y entonces fue, en ese preciso momento, que todos los males emergieron al mundo. Ni bien Pandora pudo reaccionar y presurosa volvió a tapar el cántaro, algo quedaba aún contenido en él. ¿Qué cosa? Ni más ni menos que la esperanza.

Esto último es, probablemente, uno de los puntos más discutidos por los estudiosos de la mitología griega, al menos en relación a este mito. Si se supone que en el contenido del ánfora solo habitaban los males, ¿qué hacía entonces allí también la esperanza? ¿Acaso se la consideraba un mal? ¿Acaso era una forma de dar a entender que aun todo lo malo lleva consigo algo de bueno? ¿Acaso significaba que la esperanza, como un bien, no puede ser desterrada nunca? ¿Acaso el hecho de que permaneciera contenida en el ánfora era una forma de manifestar que nunca debemos perder la esperanza? Las conjeturas que pueden extraerse son diversas y sumamente cuestionables. Pero lo seguro, según el mito, es que el contenido del ánfora de Pandora era lo malo, las peores calamidades. ¿Es posible, entonces, que algo tan noble como la esperanza pueda llegar a ser también perjudicial?

Resulta obvio advertir que la esperanza es, en sí misma, un bien. Quien no tiene esperanza no hará más que cruzar sus brazos y permitir que una tempestad o una ligera brisa lo arrastre sin remedio. Aquellos que padecen o padecieron una enfermedad grave, saben de la importancia de conservar la esperanza. “No está muerto quien pelea” asegura el Martín Fierro. Y sólo se puede pelear cuando se tiene esperanza. Incluso, ante los problemas más graves o superfluos que nos toquen afrontar, la esperanza habrá de ser nuestra gran herramienta. Sin ella, inevitablemente, habremos de rendirnos aun cuando tengamos todo a favor para ganar.

 

 

No obstante, también puede ocurrir que la esperanza no sea nuestra aliada sino, más bien, un enemigo íntimo que se camufla y nos confunde. Puede que, en ocasiones, ya no sea esa gran herramienta de la que hablamos sino tan solo un arma que usamos en nuestra propia contra. En tal sentido, a veces es preciso desterrar toda esperanza por nuestro propio bien, y entender que ella no es más que un lobo oculto bajo la piel del cordero más tentador.

¿Cómo reconocer cuando la esperanza deja de ser buena y opera en nuestra contra? Cuando se transforma en un ancla que nos fija a una posición de sufrimiento. En esos casos, en parte nos da un alivio menor y transitorio, aunque muy engañoso, pues nos impide tomar ciertas decisiones dolorosas e imprescindibles para resolver definitivamente una situación. Si detenemos nuestro deambular por la vida, aferrados a la esperanza de que cierta situación o persona vaya a cambiar, puede que dicho cambio nunca acontezca y que hayamos desperdiciado la vida entera en una espera vana.

Existen innumerables ocasiones en que un paciente se acerca a un consultorio psicológico, portando una esperanza que no lo favorece en absoluto. Esto se ha observado, reiteradas veces, en personas que por cuestiones sentimentales viven aferradas a la espera de que cierta persona les corresponda. Más de un paciente me ha manifestado amar a alguien que, indudablemente, por su accionar, no sentía lo mismo. Pero es tal el dolor de la no correspondencia, la herida narcisista que provoca, que fantasean que un día el otro habrá de cambiar y comenzará a amarlos. ¿Cuánto tiempo habrán de desperdiciar sosteniendo una esperanza que no tiene fundamentos reales? ¿Cuántas oportunidades de constituir una pareja con otro, que sí les corresponda, dejan pasar? ¿Cuánta angustia se irá acumulando en una espera que podría no terminar nunca?

Como dijimos antes, desde luego que la esperanza es necesaria y a veces resulta una herramienta indispensable. Pero también habita en ella una faz negativa de la cual debemos estar advertidos. Por lo tanto, la esperanza nunca debe ser vista como buena o mala, sino que debe evaluarse en función del hecho puntual que nos toca vivir y con el cual dicha esperanza se relaciona. ¿Hasta cuándo permanecer en una espera? Está en nosotros saber hasta cuándo y de qué modo esperar, pero de hallar esa respuesta dependerá también nuestro equilibrio. Por tal razón, es preponderante poder encontrar ese punto límite a partir del cual la esperanza deja de obrar como un aliciente y empieza a convertirse en nuestra propia destrucción.

Daniel A. Fernández
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