Decepción

Decepción
Foto: unsplash.com

Por Sergio Zabalza

Una cancelación inesperada, un gesto que traiciona nuestras expectativas, un resultado desfavorable, un amor no correspondido; todas circunstancias de muy dispar calibre y tenor, pero cuyo trámite precipita un mismo desenlace: la herida narcisista. Se trata de una instancia que, por dolorosa, no es menos indispensable y constitutiva para la conformación del aparato psíquico y el despliegue de la subjetividad: la decepción.

Porque, más allá de cuáles sean las circunstancias en que el fracaso o el desconsuelo se dan cita, lo que se anida detrás de las ilusiones es nuestro más íntimo interés psíquico, ese componente que Freud eligió pensar en términos de energía y cuya más primaria y radical traducción se formula en términos de cantidad.

Por eso es curioso advertir que, frente a un traspié, solemos hablar de los sin sabores de la vida, cuando en realidad, el gusto, los matices, los claros y oscuros, alegrías y tristezas, surgen a partir de esta fundante decepción que transforma la cantidad en cualidad.

En efecto, en su Proyecto de una psicología para neurólogos, Freud explica que la conciencia -esos matices y contrastes que denotan el palpitar de la vida psíquica-, surge a partir de un desvío en la pauta monótona del período psíquico[1], es decir, un fracaso, un corte, una escansión, una síncopa, que altera la continuidad de una demanda infinita de satisfacción.

“Difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo“[2] canta Charly García mientras la música bate un ritmo cuya renguera denuncia algo que no encaja. Sin embargo, es notable advertir que por ese mismo desencuentro cantamos, hablamos y soñamos: es decir, dejamos de repetir.

En realidad, todos los productos y manifestaciones de la cultura resultan ser sucedáneos de esta satisfacción perdida. Así, la decepción hace sentir su huella fecunda cada vez que las contingencias de la vida reescriben aquel trauma inaugural.

Por ejemplo, cuando a una muy determinada edad, el niño blande con ostentación su hace pipí, no hace más que tejer la trágica escena que más tarde condicionará toda su vida adulta. En efecto, si algún atisbo de humanidad rodea al pequeño y pretencioso dictador, tarde o temprano la instancia paterna –más allá de quién la ocupe- hará sentir los rigores de un fracaso tan memorable cuanto más reprimido.

 

 

Luego, más tarde, la escena adolescente reeditará el drama cuando el sujeto -para hacerse un lugar en la comunidad- renuncie al Absoluto que lo fascina y somete: “un hombre se hace El hombre al situarse a partir del Uno –entre- otros, al incluirse entre sus semejantes”[3], afirma Lacan.

Es aquí donde el inconsciente freudiano prueba su estatuto ético. Porque, al fin y al cabo, las distintas estructuras y tipos clínicos no hacen más que describir las estrategias para afrontar aquella marca tan dolorosa como inolvidable. Desde los que se sirven de la derrota para emprender nuevos horizontes, hasta quienes viven para asegurar un empate o quejarse por lo que no le han dado.

Por eso, la brújula que distingue a la mezquindad neurótica de una decidida vocación deseante descansa en la disposición para entregarse a los avatares propios de la contingencia: ganar o perder es la condición para poder jugar entre otros, de lo contrario seguiríamos sumidos en la monotonía que mencionábamos más arriba.

Cercanas a esta abulia subjetiva, encontramos la cobardía moral que distingue al depresivo, o peor aún, el patetismo de quienes prefieren perder por anticipado, esa rara mezcla de renuncia y sacrificio que apenas alcanza a velar un agazapado cinismo. Es que el pesimista siempre tiene razón, porque su astucia no va más allá de evitar la decepción.

No en vano, cuando el amor no se conforma con el empate, arriesga las satisfacciones meramente narcisistas: “tu cuerpo era el único país en el que me derrotaban”, dice Juan Gelman.

El juego constituye una metáfora privilegiada, quien se entrega a sus contingencias deja de repetir para cantar, hablar y soñar con el Otro. (Aunque no lleguemos a ponernos de acuerdo).

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Referencias:

  1. Sigmund Freud, “Proyecto de una psicología para neurólogos” en Obras Completas, A. E. volumen 1,
    p. 354.
  2. Charly Gracía, Ojos de video tape.
  3. Jacques Lacan, “El Despertar de la Primavera”, en Intervenciones y Textos 2, Buenos Aires, Manantial,
    página 109.

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Fuente: Zabala, S. (2010, julio 20). Decepción. Recuperado a partir de http://www.elsigma.com/columnas/decepcion/12115

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