El dilema de las ballenas

El dilema de las ballenas
Foto: AFR

Por Ignacio Rodríguez Perrachione

En los últimos días se sucedieron noticias en relación a un juego de origen ruso, que se expandió a nivel mundial, llamado en Estados Unidos y Gran Bretaña Blue Whale. Blue, si, y no solo azul, porque en esos caprichos de la traducción se pierden sentidos. En castellano azul es un color, pero en inglés, blue, es el color azul y también es tristeza o melancolía. Y cuando lo siniestro aparece, urge nadar en los hiatos del lenguaje.

Este juego se presenta como una prueba que antepone a niños y adolescentes a superar cincuenta pasos, de diferente índole, y el ultimo es “saltar de un edificio muy alto, y tomar su vida”. En el medio, se recomienda exponerse a videos de terror, escuchar música específica, pasar horas sin dormir, irse realizando cortes, hasta dibujarse una ballena en uno de los brazos. Lo crudo hecho ritual.

La difusión fue masiva e irreflexiva, salvo algunos casos. A veces parece que las noticias no se expanden, sino que hacen metástasis, una metástasis acrítica, que se nos incrusta, sin dirección, y deambula, por redes y opiniones. Por eso, y más en estos casos, frenar es urgente.

Asistimos, como bien dijo alguna vez Singer (2015), a una cultura de lo traumático, en donde el holding se retrae, y la dificultad de ligar, a través de Eros, con algo de la cultura, se hace cada vez más compleja, y en este contexto se instauran los pasajes adolescentes actuales. La trasgresión es parte fundamente del tránsito adolescente, aquel que supone una superación, en el sentido dialectico, de aquella familia restringida, y se ve expuesto a dirigirse, o debiera ir, hacía un lazo simbólico con la cultura. Transgredir en la adolescencia es pasar de la Ley, esa unilateral y familiar, hacia el contrato, simbólico y horizontal, con lo social, en medio de algún berrinche y levantamiento en armas, metafórico, claramente.

Pero las condiciones de posibilidad que hacen a la adolescencia actual, no son las que quisiéramos o las necesarias. El adolescente debe transgredir sobre una cultura enteramente transgredida, adornada por lo explicito, por el riesgo y lo mortífero. La Ley que debe superar, es una ley oxidada, manca o invisible. Y aquí viene a insertarse una ballena azul, y no al revés. Ese rito crudo, no es el reverso o la excepción de los enfrentamientos o batallas que da el adolescente actual, sino que son la cara más profunda de la imposibilidad de la cultura para permitir pasaje saludable, y una ligazón con la vida.

En los rituales mortíferos, o en el propio riesgo, relativamente frecuente, el adolescente se expone, pagando un precio enteramente caro, para reafirmar una vida o una identidad que no pude ser dotada de sentido por los caminos cotidianos. El último paso de la Ballena Azul lo aclara, no saltan para morir, sino para “tomar su vida”. Hay algo que el ritual da de forma cruda y cruel, cierto pacto de sentido, que, a algunos adolescentes, la cultura entera no sabe brindar.

 

 

Entender la conducta de riesgo como un acto de afirmación, es comprender que no siempre existe un deseo propio de morir, sino que el riesgo se instaura como un intento de recapitular, o redefinir, las formas actuales en que se desarrolla el vivir. Estos conceptos que provienen fundamentalmente del antropólogo David Le Breton, generan un movimiento doble; por un lado, el riesgo como afirmación de la identidad atestigua un fracaso en producir formas saludables de tramitación de la adolescencia desde esferas familiares, sociales y culturales, y por otro, otorgan la esperanza en saber que si estos actos de riesgo funcionan como ritos de iniciación, de afirmación del vivir a través de una prueba de muerte, pueden ser reemplazados por herramientas simbólicas de continentación que provengan de los lazos sociales, en la medida que estos puedan entenderse con lo adolescente.

La adolescencia parece ser una etapa profundamente permeable a los fracasos de la cultura, y cuando se frecuentan abandonos, agujeros, hostilidades, violencias, y ausencias de cierta ley que otorgue sentido, el contacto con lo exterior de la existencia, se hace de forma cruda, directa, y por demás riesgosa, e insisto, que es ahí donde ordalías como el caso de la ballena azul se incrustan, en un lodo que lo antecede y facilita.
Una vez, un adolescente intentaba explicarme metafóricamente los barros de su existencia, y me decía, “hay algunos que nacen en el Camp Nou, el estadio del Barcelona, pero yo nací en esto, y la cancha se me fue embarrando con la vida, se me hizo pedazos, me cagaron a palos, hasta que quedó así, como un potrero, y acá, en esto, tan embarrado, te juro que es difícil ser Messi”. Messi, o un sujeto cualquiera.

Estas ordalías o rituales de riesgo, como la ballena azul, no se incrustan en cualquier pasaje adolescente, no son universales, ni hipnóticos, pero si lo hacen desde lo más profundo del daño, en esos potreros, entre esos barros, donde la palabra, la escucha, y cierto sentido, debieran ayudar a enlazar a estos sujetos vulnerados, a la fabricación de artefactos simbólicos más sólidos.

Así como las fiestas de 15 años fueron rituales simbólicos de pasaje, ordenando cierta temporalidad, generando un antes y un después, una vez declinados los ritos modernos occidentales estos no se vieron reemplazados por formas de acompañamiento y tramitación del pasaje adolescente, que hoy se realiza desde una soledad, intima, pero cercana a lo virtual, dependiendo de herramientas, vínculos, y acontecimientos por demás aleatorios.

Entender que en el riesgo el adolescente tramita los vacíos y hiatos que va dejado la cultura, talvez facilite, que al encontramos con estas catástrofes, no nos paralicemos y generemos estas metástasis, porque, al fin y al cabo, lo que más precisan los adolescentes de nosotros como adultos, es que tejamos una red simbólica medianamente solida en la que puedan identificarse y encontrar cierto sentido a su existir, y no que gritemos tan fuerte.

Ignacio Rodriguez Perrachione
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